Desde los inicios mismos de la fe cristiana, percibieron los creyentes el esplendor de la presencia de Aquel que había venido al mundo naciendo del seno de la Virgen María, concebido por obra del Espíritu Santo. La amaron y la defendieron contra las objeciones y las especulaciones de poderosos e intelectuales que, aunque cristianos, pensaban según la sabiduría del mundo de su época, sometían la fe a lo que les parecían exigencias irrenunciables de la gran filosofía griega.
Pero la fe sencilla supo siempre salvaguardar, en la gran crisis arriana, lo más esencial: en Jesús es Dios mismo, es el Hijo de Dios quien nos ha amado, se ha hecho nuestro igual y ha dado su vida en la cruz para salvarnos. Más tarde, en contexto diverso, propondrá de nuevo San Agustín esta inteligencia de la fe diciendo: este es el horrible y oculto veneno de vuestro error, que pretendeis hacer consistir la gracia de Cristo en su ejemplo, y no en el don de su Persona.
El don de su Persona es la perla preciosa, la sabiduría escondida desde el principio de los siglos en Dios y revelada ahora para nuestra gloria. En Jesús están encerrados todos los tesoros: la gratuidad, el amor, el sacrificio, la comunión, las arras de la vida eterna. Con su Presencia nos vienen todos los dones; pues El que no reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?.
Esta fe esencial, revelada por el Padre a los pequeños y escondida a los sabios y entendidos, permanecerá siempre en la historia. Y será siempre defendida por los fieles. Esto es verdad de forma particular en Lugo, donde, desde que conservamos memoria, el ímpetu del corazón busca defender quién es Jesús y el misterio inmenso del don de su Persona. Nuestra Catedral Basílica, por providencia divina, es como un monumento a esta fe sencilla, que sólo sabe abandonarse y que sólo quiere adorar al Dios que es el “Amor de los Amores”, a Jesús Sacramentado.
El esplendor de la presencia de Cristo brilla sobre el rostro de los creyentes: Todos nosotros, con la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente. Es una luz de fe y de esperanza, un manantial inagotable de gratuidad, de capacidad de sacrificio, de amor al prójimo, de caridad que no pasa nunca. En su Presencia, somos, en verdad y para siempre.
Por eso, nuestra fe ve en la humildad escondida del sacramento de la Eucaristía la sabiduría y el amor más grande, el bien más sagrado, el corazón mismo del mundo. Es ciertamente una Presencia escondida, pero abierta a quien sepa valorar este Amor más que todas las riquezas del mundo, y descubrir al mismo tiempo con estupor que también nuestra persona vale para El más que todas las riquezas y merece todos los sacrificios.
La fe verdadera, que percibe el esplendor profundo de esta Presencia imprescindible, ha buscado siempre expresar el propio amor en el modo de acoger este misterio y de hacerlo manifiesto. Ofreciéndole lo más precioso que tenemos, hacemos un gesto pequeño de reconocimiento y de acción de gracias a Jesús Sacramentado, a quien sólo se puede responder adecuadamente con el amor y la entrega de todo el corazón.
Sabemos que nuestro arte, en sus mejores logros y en sus materiales más valiosos, no puede realmente expresar el esplendor de su Presencia. Pero no podemos dejar de manifestar el afecto profundo de nuestra fe, aunque nuestros medios no se adecuen a la grandeza de su don y de su Persona. Se corresponden, en cambio, con nuestra pequeñez, con nuestro modo de ser y nuestra sensibilidad.
Así pues, con lo más bello de nuestro arte, con toda el alma, damos gracias al Dios hecho hombre; y procuramos hacer visible a nuestros propios ojos el esplendor de su Presencia, para guardar memoria viva de Él, de Jesús nuestro Señor, de modo que la luz de su gloria permanezca y brille siempre en nuestros corazones.
En la fiesta mayor de todas, en la que celebramos nuestra victoria definitiva y el Amor sin medida que sostiene nuestra vida, en la celebración de la Eucaristía, usamos nuestras mejores galas y cuidamos todos los detalles. Y en la adoración eucarística, en la belleza de nuestras custodias, contemplamos y expresamos el esplendor de la belleza del Señor, el don real de su Persona, fundamento de toda nuestra esperanza.
De todo ello quiere ser un eco vivo esta exposición y al mismo tiempo una invitación: hoc hic mysterium fidei firmiter profitemur.
Que nuestra Diócesis de Lugo, la Diócesis del Sacramento, y su Catedral puedan conservar para siempre, por providencia divina, el privilegio inmenso de enraizar su identidad y su historia en el Misterio de la fe, escondido desde antes de los siglos y revelado por el Padre a los sencillos.
Y que también a nosotros pueda decirnos el Señor: ¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oir lo que vosotros oís y no lo oyeron.
Esta será nuestra mayor honra ante los hombres, y nuestra alegría ante el Señor.
+ Alfonso Carrasco Rouco
Obispo de Lugo