Queridos hermanos:
En el Evangelio de hoy vemos de alguna manera reflejado el misterio de la vida. Cuando vino el que lo iba a revelar, Jesús, nos dijo que nosotros no conocíamos a Aquel que lo enviaba, porque los planes y el Corazón de Dios es más grande, más profundo y más sabio que lo que nosotros conocemos. Él venía de Aquel que es más grande.
También nuestra vida es misterio porque viene de Aquel que no llegamos a dominar nunca, que no llegamos a controlar, Aquel cuya sabiduría es más grande.
De hecho, la vida humana no se explica del todo con los medios de los que disponemos; siempre hay algo más. Algo más que se expresa positivamente en el amor y, a veces, negativamente en la nostalgia o en el sentido de ausencia. Antes de esta pandemia que sufrimos, alguna vez oímos decir a alguna persona: «si lo tengo todo, pero no soy feliz, ¿qué me falta?»
La vida tiene un punto de misterio, y muy verdaderamente en el caso de Jesús. Nadie podía saber de dónde venía el Mesías, porque procedía de Alguien más grande. Aquel que es la Palabra viene de Aquel que es el Padre eterno, infinito. Jesús lo dijo con claridad: «al que me ha enviado vosotros no lo conocéis pero yo sí lo conozco».
Todo lo que implica el misterio de la vida y que Jesús desveló, es para todos como un camino que hay que recorrer personalmente. Todos tenemos que vivir el misterio de nuestra vida sabiendo que no es dominable; pero conociendo en cambio el camino, por la enseñanza del Señor, y sabiendo cuál es la meta, la vida y la verdad.
En estos tiempos nos apenamos leyendo noticias, especialmente de los hospitales y de la falta de capacidad o de medios para cuidar a todos como se desearía. Este dolor, provocado por nuestras limitaciones, nos recuerda que no dominamos nunca del todo las situaciones y, al mismo tiempo, que no podemos consolarnos con esta afirmación.
Las personas a las que no podemos tratar son tan dignas como las demás y el misterio de su vida es tan real como el nuestro o quizás más grande precisamente por este final doloroso. El Señor nos salvó a todos en la cruz; quizás quien tiene más mérito es quien más sufre delante de Dios. Nosotros no podemos mirar a nadie para después abandonarlo. Lo miraremos cuidándolo todo lo que podamos. Sin acostumbrarnos jamás a tener que hacer una elección: «a este lo atiendo y a este no»; «este vale, pero aquel no»; «este es muy mayor y en él no vamos a gastar medicinas»… Esto sería contrario a todo sentido de humanidad, a lo que es la vida y a lo que es su misterio.
Llegaremos a donde podamos, y nuestros hermanos en los hospitales y otros lugares trabajan todo lo que pueden, sin duda. Pero hagamos este esfuerzo: no nos habituemos nunca a pensar que, en nombre de una utilidad que nadie sabe medir, podemos dejar de lado a unas personas y a otras no. Venimos de Dios y vamos todos hacia Él. ¿Quién aporta más, quién trae más bendiciones? Seguramente aquel que ama más, que se entrega más, que sufre más.
Pidamos por las personas que están más solas, que tienen menos apoyos, que están más abandonadas. Pidamos por ellas y pidamos también para que estas circunstancias dolorosas no nos habitúen a aplicar reglas tan inhumanas como las que distinguen y valoran diferencias de dignidad que en ningún caso se dan entre las personas.