En honor de Jesús Sacramentado, en el Altar Mayor de la S.I.C. Basílica de Lugo y en la persona de sus hermanos necesitados
Queridos hermanos,
por gracia de Dios hemos podido llevar a cabo importantes trabajos de restauración en nuestra Catedral Basílica, en la fachada principal, la cubierta del crucero y en el conjunto de nuestra Capilla Mayor, que, con la belleza que nos legaron nuestros padres, sirve de marco solemne y festivo al incomparable tesoro de la Exposición del Santísimo Sacramento. Este privilegio secular de nuestra Catedral ha dado a la ciudad y a la Diócesis el título honroso “del Sacramento” y, como antiquísima tradición, ha determinado los símbolos que representan a Galicia toda.
Es de justicia dar las gracias de corazón a todos los que han hecho posible esta magna obra. Tuvo su inicio en el convenio firmado por el Ministerio de Fomento, dentro del capítulo del 1% cultural. Pudo ser llevada a cabo gracias a la colaboración decidida de muchas personas, en primer lugar del Cabildo Catedral, cuyos miembros siguieron la obra con dedicación y saber ejemplar, y, a través de la constitución de una Fundación y de una “Asociación de Amigos”, consiguieron también importantes colaboraciones financieras. El apoyo decisivo para culminar este esfuerzo fue, sin embargo, el de la Diócesis misma, por el camino de la comunicación de bienes en que se expresa cotidianamente nuestro ser comunión en la Iglesia. En este horizonte, no cabe olvidar que esta financiación diocesana es también expresión de la solidaridad, de la comunión de las Iglesias particulares todas de España, de cuya comunicación de bienes gozamos muy directamente a través del “Fondo común interdiocesano”.
Con ocasión de la renovación del culto eucarístico propio de nuestra Capilla Mayor, tras los trabajos de restauración, toda la Diócesis a través de sus arciprestazgos, ha querido hacer una “Ofrenda al Santísimo Sacramento” en la persona de sus hermanos más necesitados. Fue entregada por los señores arciprestes en la colecta de la Santa Misa del pasado 7 de junio, coincidiendo con el traslado solemne del Santísimo Sacramento de nuevo a nuestro Altar Mayor.
Hemos manifestado con este gesto la verdad profunda de nuestra conciencia creyente, que no puede separar la comunión con Cristo y con los hermanos, el amor a Dios y al prójimo, y tanto menos cuando contempla en el misterio eucarístico la entrega plena del Señor por nosotros y por todos los hombres.
Como dice el lema del Día Nacional de la Caridad de este año 2012, “Los mejores regalos se hacen con las manos”. Y esto hemos podido ver en la restauración de nuestra Catedral Basílica, en la que también “obras son amores”, en este caso a nuestro Señor Jesucristo presente de modo tan singular entre nosotros, en el corazón de la ciudad y de la Diócesis.
Pero el Señor, cuya presencia eucarística adoramos, se encuentra también en el prójimo, en cada persona que sufre necesidad. Igualmente aquí, “obras son amores y no buenas razones”; obras que sean expresión de la caridad, que sabe reconocer en el pobre y el necesitado al hermano, en el que respeta la misma dignidad y el mismo destino, por más que las circunstancias de la vida sean otras.
Por eso, nada más adecuado que unir la restauración del culto a la Eucaristía con la ofrenda al Señor Jesús en sus hermanos más pequeños. Ambas son una única ofrenda, pues no se separa realmente el amor de Dios y el amor al prójimo, el Señor Jesús y los miembros de su Cuerpo.
Apelar así a la caridad no significa reducirse a afrontar una pequeña parte de los problemas reales, quedarse al margen de las urgencias que habitan nuestra sociedad, en tan profunda crisis. Sería una errónea concepción de la caridad, que es, en realidad, el principio de acción adecuado a cada hombre en todos los aspectos de su existencia en el mundo, y no simplemente un complemento de benevolencia para el caso de quienes van quedando marginados de la marcha de la sociedad.
En otros términos, no conseguimos realizar la justicia y la solidaridad en modo estable en nuestra sociedad, cuando no tenemos como punto de partida la caridad. Pues la realización práctica de la justicia, de modo que determine realmente las formas de la convivencia, no puede conseguirse por la fuerza, por la imposición; sino que exige una conciencia educada a amar la verdad, junto con la fortaleza para no traicionarla por razones de conveniencia.
En efecto, contra lo que pueda decirse desde un extendido relativismo moral, todos llevamos en el corazón una percepción y un deseo inicial de justicia; pero igualmente común a todos es la urgencia por defender el propio interés y muchas veces la propia ventaja, también a costa de no reconocer y dar a cada uno lo suyo. Dejar el establecimiento de una sociedad justa a la contraposición de las fuerzas e intereses de cada uno y de todos, regulada por los pactos y los acuerdos legales, no podrá tener éxito; pues, significa poner a la base de la convivencia precisamente aquella lógica por la que el fuerte en la sociedad siempre se impondrá sobre el débil.
Una concepción en que cada uno es un individuo soberano, atento sólo a los propios intereses y en competencia con los demás, ahogará necesariamente el sentido de la justicia que es propio de todos, llegando a excluirla del ámbito jurídico e incluso a negar su existencia; le impedirá, por tanto, su desarrollo social, sustituyéndolo por equilibrios de fuerzas, aunque éstos tomen luego forma de pactos y leyes. Y, sin embargo, esta concepción, en la que, al final, “el hombre es un lobo para el hombre” –homo homini lupus–, en buena medida ha sido acogida en nuestra sociedad como camino de progreso y de modernidad. No es tal en modo alguno. Significa simplemente canonizar la situación de un hombre que, habiendo cedido al mal, se encuentra sin esperanza y sin Dios en el mundo (Ef 2,12), se encierra en sí mismo, se concibe y está solo.
Pero el hombre no puede ser considerado tan negativa y tristemente. Existe la posibilidad de vencer el mal y al pecado, existe la posibilidad de no tener a la soledad y a la muerte como único horizonte –lo que quita importancia a cualquier gesto moral pues ¿por qué habría que cuidar los propios pasos, el propio caminar humano, si no existe en realidad meta alguna, más allá de desaparecer?
Existe en medio del mundo la posibilidad de la caridad, de la fe y la esperanza en el corazón; de encontrar razones para amar la vida de cada día y cuidar el significado humano de los pasos que vamos dando. Existe realmente esta posibilidad, más allá de discusiones teóricas de cualquier especie. Y la hace palpable la caridad real cada día, que es particularmente visible en Cáritas. A su luz puede recuperarse y florecer el sentido de la justicia, intrínseco al ser hombre de cada uno. Y, cuando esto es el caso de todo un pueblo, la solidaridad y la justicia pueden encontrar formas estables, que determinen la vida común, económica y política.
Podrá vencerse entonces el egoísmo, para el cual los intereses particulares pasan por encima del bien común, por lo que la mentira es aceptada como un instrumento de acción tan válido como la verdad; el egoísmo, que considera ilusorio y niega lo más noble del compromiso en la vida pública, la responsabilidad por los demás, desprestigiando socialmente la acción política, y para el cual cualquier entramado legal ofrecerá siempre mil ocasiones de aprovechamiento propio –o partidista–, aún a costa de que se extienda la corrupción en la convivencia de todos.
Pues, como nos enseña Benedicto XVI en su Caritas in Veritate, “la caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo …, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor –caritas– es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz” (nº 1).
La caridad significa, por tanto, la victoria de la justicia en la historia, en formas plenamente humanas, es decir pacientes, entremezcladas quizá de incoherencia, pero firmes y pacíficas, como las de quien camina tranquilo, sabiendo con certeza donde va.
En la caridad evitaremos el individualismo radical y el egoísmo en la edificación de la existencia. En primer lugar en las relaciones más personales, en la forma de construir el matrimonio y la familia, en la apertura a la vida, a los hijos, a los enfermos y a los ancianos. Amar la vida será tarea quizá ardua, pero también posibilidad y recompensa imprescindible para cada uno. Y se podrá comenzar a responder a una de las raíces más significativas de la crisis de nuestra sociedad, la crisis demográfica, que afecta especialmente a nuestras casas y pueblos en la diócesis de Lugo.
Sin este fortalecimiento del sentido de la justicia y de la solidaridad, junto con la capacidad de sacrificio, que vienen de la caridad, será igualmente bien difícil dejar atrás el peligroso terreno en que se han adentrado nuestra vida pública y nuestra economía. Tanto en el ámbito político, como en el específicamente económico, es imprescindible poder librarse de la mentira y del establecimiento del egoísmo como único criterio de acción, que declara lo correcto –que ya no “lo bueno”– aquello que sirva al interés dominante, sin tener en cuenta los bienes y derechos fundamentales de las personas y las sociedades. El dinero y el poder, como tales, no pueden ser la última razón y la justificación de toda acción; no pueden ser “divinizados”, sin que eso destruya a los hombres y a los pueblos, como muestra también la actual crisis económica.
Es importante recordar, pues, ante la magnitud del reto, que es posible vivir de otra manera, comprendiendo al hombre y a la sociedad de modo más acorde a su dignidad, haciendo experiencia de caridad y de justicia, conservando el sentido de la esperanza y de la solidaridad.
Esta positividad, representada por Cáritas, es ofrecida en realidad por la presencia de todo un pueblo que vive según esta fe, con estas certezas, con este aliento en el corazón, a pesar de todos los tropiezos de la historia de cada uno. La Iglesia, comunidad extendida capilarmente en nuestra tierra, es este pueblo, que camina movido por este Espíritu, recibido del Señor. Por ello, podría decirse que la Iglesia es ella misma el signo y el instrumento mayor de esta caridad, que se expresa no sólo en palabras, sino en las obras de toda una vida: en el modo de construir la propia casa, de educar a los hijos y tratar a los amigos, de estar al lado del pobre y del necesitado, y también de ser responsable ante el propio trabajo y la sociedad.
La presencia entre nosotros de esta “caridad”, que humaniza al hombre, proviene de nuestro Señor Jesucristo, que la enraizó para siempre en medio de la historia, viviéndola hasta la entrega de sí, venciendo todas las formas en que es rechazada y negada en el mundo –todo mal–, y comunicándola a sus discípulos para siempre.
La exposición del Santísimo en nuestra Catedral es nuestra declaración pública, aquí en Lugo, de esta fe en el Dios que es Amor, que nos ha hecho a su imagen y semejanza, no masa de individuos solos y enemigos entre si, sino personas libres, esencialmente relacionadas, cargadas de esperanza y llamadas a vivir en comunión. Es nuestra declaración de que esta humanidad verdadera, realizada una vez para siempre por nuestro Señor Jesucristo, no dejará ya de estar presente como pueblo suyo en medio del mundo. Y de que la comunidad eclesial, también aquí en nuestra tierra, en la diócesis de Lugo, aunque “muchas veces parezca un pequeño rebaño, sin embargo, es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano” (LG 9).
Pidamos a la Virgen María, a cuyos ojos misericordiosos nos encomendamos generación tras generación, que nos ayude a seguir contemplando con fe a su Hijo, a Jesús Sacramentado, de modo que la caridad verdadera dé forma a nuestro comportamiento, a todas nuestras acciones, y nos haga atentos al sufrimiento y las necesidades del prójimo. Y pidámosle que nos ampare como Iglesia, aquí en Lugo, para que seamos verdaderamente aquella “comunión de vida, de amor y de unidad” que el Señor envía “a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra” (LG 9).
Lugo, 18 de junio de 2012
+ Alfonso Carrasco Rouco
Obispo de Lugo