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HOMILÍA EN LA CLAUSURA DEL AÑO JUBILAR DE LA MISERICORDIA

Lo último del obispo


[Ml 3,19-20a; 2Ts 3,7-12; Lc 21,5-19]

Queridos hermanos, 
Siguiendo las indicaciones de nuestro Papa Francisco, celebramos unidos la clausura de este Año Jubilar, en él que se nos ha abierto de par en par la "puerta de la misericordia”. También en nuestra Catedral la hemos abierto, como un signo eficaz de nuestro Señor, por quien la misericordia ha entrado definitivamente en el mundo y en nuestra vida, y en quien siempre encontramos las puertas y los brazos abiertos.
Hoy sabemos mejor que la "puerta de la misericordia " ha sido abierta cuando el Hijo bajó del cielo a la tierra, al seno de María Virgen, cuando la lanza abrió el camino hasta su corazón en la cruz, cuando la piedra fue apartada y el sepulcro se abrió a la vida.  La Puerta ha sido abierta para nosotros y para todos los hombres, y ya no será nunca cerrada. El Señor está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo, hasta que sus enemigos -que son también los nuestros, los de la naturaleza humana- sean puestos como estrado de sus pies.
La misericordia entró en el mundo para siempre, como un sol naciente que no conocerá ocaso.
Lo decía de alguna manera el profeta: brillará un sol de justicia, que lleva la salud en las alas, ante el que toda maldad y perversidad arderá como paja. Misericordia significa venir en ayuda de quien está en dificultades, en cualquier forma de miseria, de quien sufre injusticia; busca hacer desaparecer todo aquello que desfigura el rostro de la persona, que oscurece y conduce el corazón a la muerte. En Jesús la misericordia se ha revelado como fidelidad y compasión al hombre, como victoria sobre la muerte; no como condescendencia con la mentira, el pecado y la destrucción de la humanidad.
La pasión del Señor en la Cruz, revelación de un amor más inmenso aún que los sufrimientos, es pasión por el hombre, por su salvación. Puede justamente compararse con el fuego de un amor definitivo, que deseo que arda, que no se detiene ante nada y que quiere el bien del amado. La injusticia, el pecado, la muerte serán borrados de la faz de la tierra.
Todos estamos llamados a vivir a la luz y el calor de la Misericordia, confortados y alentados por el Espíritu del Amor, y, por tanto, a ser sus testigos en medio del mundo. Y somos invitados a hacerlo trabajando tranquilamente –le hemos escuchado a Pablo–, no dejándonos engañar, sin miedo en medio de los avatares de la historia –como nos decía el Evangelio. Nadie puede impedirnos vivir en la unidad y la paz del Señor, siguiendo su Palabra, ciertos de la misericordia con que nos ama y nos salvará, de que Dios no abandona nunca la obra de sus manos. El es Padre de misericordia, el Creador que ha entregado a su Hijo por la salvación del mundo.
No necesitamos nuevos salvadores, ideologías que nos prometen el cielo en la tierra, paraísos artificiales que construiría el ingenio y el poder de unos o de otros; no nos dejaremos engañar. La vida viene de Dios Padre, y la vivimos a la luz de este Sol de justicia y de misericordia que adoramos en nuestro Altar mayor y que recibimos en nuestro corazón en la comunión eucarística. 
El mejor fruto del Año Jubilar que clausuramos será que guardemos viva la conciencia de que nosotros creemos en la Misericordia, que es real, verdadera, ya victoriosa en Jesús el Señor. Y que así pueda ser para nosotros criterio de vida, para mirar todas las cosas, a cada persona y a nosotros mismos. Porque sólo en este amor se ve como es a la otra persona, sólo con misericordia se la tratará realmente con justicia. Y sólo así es posible conservar esperanza fundada de felicidad en este mundo.
Guardemos como un tesoro nuestra conciencia de la misericordia del Señor. No nos adaptemos a la lógica de los poderes de este mundo, al criterio del dinero, la fuerza, el propio gusto o conveniencia, etc., que no dejan lugar para la verdadera humanidad de nadie, ni para la propia ni para la del prójimo. Demos testimonio con nuestra vida de una conciencia, de una esperanza diversa.
El Señor nos dice que hasta el final habrá guerras y hambre; y advierte también a sus discípulos que serán perseguidos. No son lógicas verdaderamente compatibles: no se puede servir a Dios y al dinero, no se puede servir a dos señores. Pero no debemos temer. La vida hecha con fe en el señor Jesús, en el Padre de misericordia, es buena, da frutos, construye, conduce a la felicidad. No estamos ni estaremos solos, sino unidos en el Señor, como Cuerpo suyo; El estará siempre presente, porque a pesar de nuestra infidelidad, El permanece fiel.
Más aún, a la vista de las guerras, las persecuciones, la violencia que generan otros criterios de poder y de sabiduría humana, ¡cómo no sentirse llamados a vivir según otra lógica, que produzca otros frutos, la del Evangelio de la misericordia! Es muy necesario el cambio, la conversión profunda, el conocimiento de la verdad del amor de Dios y del hombre. ¡Qué llena de sentido está nuestra vida, qué necesario y urgente es nuestro testimonio!
La obra –y las obras– de la misericordia, la vida, inteligente y consciente, hecha según este criterio, es nuestra tarea, para la que nos necesitamos unos a otros, a la que nos envía juntos el Señor. Él nos testimonia constantemente su amor en la Eucaristía, en el sacramento de la reconciliación, en la fuerza y el consuelo de su Palabra, en toda la vida de la Iglesia.
Permanezcamos en Él, esperemos en su misericordia, perseveremos en la fe. Y se cumplirá la promesa, la de Quien nos ama hasta dar su vida por nosotros, hasta compartir todo el peso de nuestra existencia. En el Evangelio de hoy, podíamos escuchar de nuevo su promesa, lo que desea para nosotros, lo radical de su amor: ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; salvaréis vuestras almas.
Que así sea.
 

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