Queridos hermanos,
Inauguramos hoy, en nuestra Catedral, el “Jubileo extraordinario de la Misericordia”, junto con nuestro Papa Francisco y toda la Iglesia universal.
La ocasión de este Jubileo es la celebración del 50º aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, cuya intención central ha sido el encuentro y el diálogo de la Iglesia con el hombre y el mundo de hoy, en un lenguaje y unas formas adecuadas a nuestra cultura. El contenido y las formas han sido resumidas por nuestro Papa en una palabra: Misericordia; y, convocando este Jubileo, ha insistido en la necesidad de que toda la Iglesia descubra de nuevo que la misericordia es el corazón de la fe y el camino a seguir.
Ciertamente es fácil que nos limitemos a considerar la misericordia como algo bueno, aunque sentimental, como una dimensión añadida o secundaria en las luchas y tareas de nuestra vida cotidiana. Todo nos conduce a ello en nuestro mundo, que parece regirse por la ley del más fuerte y nos propone constantemente estos ejemplos como imagen de la felicidad.
Y, sin embargo, la vivencia de la misericordia está en el centro de toda existencia cristiana. Aunque la historia personal tiene siempre acentos propios y diversos, la fe de cada uno surge al reconocer con asombro y agradecimiento, que en el corazón de nuestra experiencia hay un gesto de bondad inmensa, hay un amor inmerecido que ha querido venir a nuestro encuentro con la promesa de una fidelidad para siempre.
En realidad, esto es lo único que corresponde a las exigencias más hondas de cada uno: una amistad, un amor, que no depende de circunstancias, que permanece más allá de pobreza o de riqueza; que no sea derrotado por la muerte y pueda iluminar el camino de la vida.
La fe sabe que este amor ha entrado en nuestra historia, como un encuentro feliz un día; como una compañía constante, capaz de perdonar, de sostener toda la existencia. Es algo que se hace muy visible en estas fiestas navideñas: ¡cuánto amó Dios al mundo, a cada uno de nosotros! ¡Cuánta ternura en querer nacer de María, en Belén, haciendo suyas nuestras pobrezas!
Desaparece entonces la oscuridad interior, del no saber para qué vivir, para qué sufrir o sacrificarse. Desaparece el miedo, porque el amor del Señor es fiel y toma como cosa propia nuestra historia. Él se compadece de nuestras miserias y, en primer lugar, de nuestra infidelidad, de la ambigüedad y falsedad del corazón, del pecado cometido; sabe perdonar.
Esta es la verdad más grande, testimoniada por Jesús el Señor, y contemplada aquí en esta Catedral en el “misterio” de la Eucaristía: como quien ama, quiso quedarse con nosotros, llegando hasta la cruz y la resurrección, para asegurar nuestra vida, nuestra victoria sobre el mal, la injusticia y la muerte.
De esta victoria sobre nuestras miserias y nuestra infidelidad es muestra, en primer lugar, nuestra fe en el Amor misericordioso de Dios.
Sabemos ya que esta misericordia es lo primero. No venceremos en la vida por ser más fuertes o más astutos, más ricos o con menos escrúpulos; tal camino será siempre el de nuestra derrota, porque quedamos encerrados y siervos de los poderes de este mundo, para los cuales nuestra persona como tal no puede contar nada.
Venceremos porque somos amados por el Señor de la vida, que es fiel y cumplirá sus promesas. No renegar de esta verdad profunda de nuestra vida, del Amor que ha querido compartir nuestras miserias y nuestras esperanzas, es el primer gesto moral que define a nuestra persona.
Seremos entonces libres, porque nadie puede arrebatarnos al que es la paz de nuestro corazón. Y tendremos por criterio de juicio: amar como Él nos ha amado.
Sabremos que a toda persona habrá de hacerse justicia, que ninguna está olvidada sobre la superficie de la tierra, y que ninguna debe ser dejada sola con sus pobrezas y sus miserias. Apreciaremos como lo más bello el amor fraterno, la fraternidad vivida, en la que los unos llevan los pesos de los otros.
Rechazaremos que pueda construirse la vida o un mundo mejor con el desprecio de las personas, de sus bienes y derechos fundamentales, explotando sus pobrezas, usando de injusticia, en la teoría de que el fin justifica a los medios, de que sólo importa el éxito y el poder.
Sabremos acompañar al otro en su trabajo, sostenerlo en sus dificultades, consolarlo en sus tristezas, aliviando y levantándolo de la miseria, también con sacrificios que no se miden por el propio egoísmo.
Guardemos vivo lo íntimo de nuestro corazón. No olvidemos la misericordia del Señor, que, por Él, el Amor se enraizó en nuestro mundo para siempre y lo salvará.
Esta es la Puerta de la vida, hecha en esta tierra de reconciliación y perdón, de cambio y renovación, como don de Aquel que nos ama. Procuremos pasar por esta Puerta, no lo demos por descontado. Busquemos este perdón y esta renovación de vida, confesando nuestros pecados, abriendo nuestra existencia a la misericordia. Nuestro corazón se iluminará con una esperanza nueva, se descubrirá capaz de obras buenas, llenas de amor verdadero.
Y pidámosle que vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos a la Santísima Virgen María, a la Virgen de los Ojos Grandes, a quien tantas generaciones han rezado aquí la Salve, para que, como ella, sepamos guardar siempre memoria viva de la Misericordia de su Hijo, gracias a la cual se renueva también en nosotros aquel amor paciente que no desespera nunca de la salvación del mundo, y por el que el Hijo de Dios bajó del cielo a nuestra tierra humilde.
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo