Queridos hermanos,
nos encontramos celebrando el “año sacerdotal” que ha sido convocado por nuestro Papa Benedicto XVI con ocasión de los 150 años de la muerte de San Juan María Vianney, el santo cura de Ars.
La Iglesia, y por su medio nuestro Señor, ha subrayado así la importancia que tiene en estos momentos la vida sacerdotal, la situación personal y espiritual de los sacerdotes. Es clave para toda pastoral, para el anuncio del Evangelio y, por tanto, para el futuro de nuestros pueblos. El florecer de nuestras comunidades, la participación activa y el protagonismo de los laicos, no ponen en cuestión, sino que presuponen la misión de los presbíteros; más aún, de este florecer y madurar de los cristianos surge el aprecio por la presencia de los sacerdotes, así como nuevas vocaciones a este ministerio.
San Juan María Vianney ha comprendido y nos habla del misterio de la identidad sacerdotal como de un reflejo del corazón mismo de Jesucristo, de su entrega plena a la obra de salvación del mundo, tal como se expresó en la Última Cena y se realizó en el camino pascual de la cruz y de la resurrección. Pero en su ministerio parroquial destaca luego, en particular, su dedicación apasionada al sacramento de la confesión, al servicio sacramental del perdón y la liberación del mal, como medio de la salvación personal. En el centro de su vida y de su santidad sacerdotal está el misterio de la misericordia redentora, del amor divino que se abaja y viene al encuentro de nuestra libertad, ofreciéndole la curación –no necesitan médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores – y abriéndole el camino de su plena verdad en la relación con Dios.
La convocatoria de este año jubilar nos lleva, pues, a volver la mirada a esta dimensión esencial de nuestro ministerio, que no pierde nunca su actualidad: somos ministros de la reconciliación. En estos mismos términos pudo Pablo definir su apostolado: Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y que nos encargó el ministerio de la reconciliación. Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios .
A pesar de los muchos cambios culturales y a través de todos nuestros esfuerzos de renovación pastoral, el sacramento de la reconciliación sigue formando parte del corazón mismo de nuestro ministerio.
Nada se hace sin el encuentro de cada uno con el Señor, sin la experiencia personal de su amor, a cuya luz la propia vida adquiere importancia definitiva, descubre tener un destino propio y bueno, se hace capaz de dejar atrás el mal, la mentira, la injusticia y el odio, y de abrazar la fecundidad profunda del bien. Nuestra tarea pastoral poco fruto daría sin este descubrimiento de la “Buena Nueva” del Señor que llama y hace posible el cambio de mente y corazón, la renovación y la dignidad profunda de una vida destinada a realizar la verdad en el amor .
El encuentro con Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, el asombro que brota siempre de nuevo al tomar conciencia de que Él ha querido nacer y morir por nuestra pequeña persona, es siempre de algún modo lo primero para el que escucha y cree en el Evangelio. Pero ello no seguiría siendo verdad mucho tiempo, si no conmoviese la propia vida y le diese el nuevo fundamento de la fe en Cristo y la dinámica de la esperanza y de la caridad. Si no abriese de algún modo nuestra condición humana a la justicia y santidad verdaderas , ¿qué significaría la fe para la vida real de cada uno?
En el centro de la pastoral está hacer posible este encuentro con el Señor, como una compañía concreta con la que es posible compartir la propia vida ya sin miedo alguno, sin necesidad de esconderse uno mismo, de negar nada de lo que uno es, ni siquiera el propio pecado, por grande que sea.
Se trata ciertamente de actitudes y vivencias personales, del alma y de la fe de cada uno, que se expresan ante todo en la oración. Por ello, sin duda, ser sacerdote significa siempre radicalmente un servicio a la oración de los fieles: enseñándoles e introduciéndolos a las plegarias fundamentales, educándolos a la costumbre de rezar en determinados momentos del día con regularidad, orando con ellos y, muy particularmente, por medio de las celebraciones litúrgicas, en las que, unidos como Iglesia, vivimos en relación con Dios el curso entero del año, los eventos de la vida, y somos hechos partícipes de los grandes misterios de nuestra salvación.
Sin poder presentar ante el Señor nuestra vida, sus necesidades más hondas, lo que nos urge y agobia, ¿qué podría significar que creemos en su presencia amorosa, que quiere acompañar y salvar nuestra vida?, ¿qué tendría que ver la fe con nuestra realidad cotidiana? A la oración del cristiano pertenece sin duda la acción de gracias y la alabanza, como primera respuesta ante el amor del Señor, y la petición y la intercesión constantes, como expresión de nuestra confianza verdadera en Él y en su interés por nosotros. Vividas en presencia de Dios, todas las cosas cambian, todas sirven para el bien .
Puede quizá comprenderse así la sabia pedagogía de la Iglesia con respecto al sacramento de la reconciliación. El cristiano, cuando se arrepiente, deja de negar sus pecados, deja de esconderlos, los presenta ante el Señor, los pone a la luz de su amor, pidiéndole la misericordia de su perdón poderoso, la gracia de seguir o volver a vivir en su compañía.
La confesión de los pecados es parte esencial de la verdad de nuestra vida cristiana. Si la fe que vivimos no afectase a nuestro pecado, dejaría de significar una esperanza cierta de vida nueva, no nos renovaría, más aún, no se referiría siquiera a nuestra vida real.
De ahí la importancia de esta dimensión intrínseca a nuestro ministerio pastoral. Nuestros fieles –todos los hombres– necesitan también hoy una respuesta a la presencia del mal en la propia vida, necesitan la experiencia liberadora de la misericordia radical de Cristo, que abre siempre caminos de vida a cada uno.
El abandono de la confesión personal de los pecados es quizá uno de los grandes síntomas de la división trágica entre la fe y la vida.
La Iglesia universal insiste por ello en la necesidad para cada uno de participar en el sacramento de la penitencia. Ya desde el concilio Laterano IV se pide a los cristianos que se acerquen a este sacramento al menos una vez al año, para entrar en comunión con Cristo. Nada ha cambiado en los fundamentos de la relación del hombre con Dios, en la obra redentora de Jesucristo, que sigue siendo el mismo, ayer y hoy.
La ocasión de este aniversario de nuestro santo patrón, San Juan María Vianney, nos invita a recordar de nuevo esta verdad fundamental del ministerio parroquial.
Hemos de cuidar el sacramento de la confesión. Es necesario que prediquemos de nuevo sobre el misterio del perdón de los pecados, sobre la necesidad de vivirlo personalmente como dimensión íntima de nuestra relación con Cristo, sobre la necesidad de que toda nuestra vida esté iluminada por su gracia, es decir, por la fe en Él y por el gozo de su amor. Hemos de predicar a Cristo, anunciar su misión a favor de los hombres, lo que no haríamos adecuadamente sin hablar de su obra de redención y reconciliación de los hombre con Dios.
Las costumbres celebrativas por las que se hace posible que los fieles no lleguen nunca realmente a dar este paso personal, a la confesión de los propios pecados, deben desaparecer . Hemos de hacer un esfuerzo, también de planificación de nuestras tareas y de colaboración mutua, para facilitar la confesión de los fieles, para invitarlos a poner así su vida en manos de Cristo, con la franqueza y la sencillez de quien no oculta nada ante quien sabe que lo ama y de quien espera todo bien.
Con respecto a la tercera fórmula de la celebración de la reconciliación, baste, en fin, recordar cuanto prevé la disciplina de la Iglesia. Sólo se justifica en casos de necesidad grave y no puede ser, por supuesto, la forma ordinaria en que una comunidad cristiana viva el misterio del perdón. En nuestra Diócesis no se presentan ordinariamente circunstancias que justifiquen el uso de esta tercera fórmula; por lo que, siguiendo los pasos de mi querido predecesor, Fray José, recuerdo que su uso no está permitido, salvo que se presenten imprevisibles necesidades graves .
Nuestro Papa, Benedicto XVI, ha querido que este “año sacerdotal” esté caracterizado por la experiencia de la misericordia. Las indulgencias jubilares son especialmente generosas con los sacerdotes, y su aplicación a los fieles laicos es también muy amplia en nuestra Diócesis, según el reciente decreto diocesano aplicativo.
Estamos invitados a aprovechar, con responsabilidad particular, este tiempo de gracia. Es un buen momento para que nosotros mismos, los sacerdotes, recibamos la gracia del perdón de los pecados y de la indulgencia. Busquemos y ofrezcamos tiempos y modos para hacerlo. Será un gran bien para nuestras propias personas y para los fieles a los que hemos sido enviados como pastores.
Y procuremos aprovechar este año para ofrecer una vez más el sacramento de la reconciliación a nuestros parroquianos. Las circunstancias, sobre todo en el rural, pueden hacer disminuir las ocasiones que tienen nuestros fieles de confesarse. Aprovechemos, por ejemplo, las celebraciones que se proponen los jueves para rezar unidos en las parroquias por los sacerdotes, y determinemos un tiempo concreto en que estemos a disposición para el sacramento de la confesión, de modo que nuestros parroquianos puedan lucrar también fácilmente la indulgencia jubilar.
Donde sea posible, en las parroquias más grandes, en los santuarios y, por supuesto, en nuestra Catedral, pongamos este año especial atención en el ejercicio de este ministerio de la misericordia, intentando además presentarlo en su belleza, como obra del amor redentor y forma de sanación y renovación de la vida en el encuentro personal con el Señor.
Que la intercesión de San Juan María Vianney nos ayude a comprender y a vivir mejor la grandeza del ministerio que el Señor Jesús nos ha confiado, haciéndonos participar de lo más hondo de su corazón y de su obra redentora.
Que la Virgen María, reina de los apóstoles y madre de los discípulos del Señor –de los sacerdotes– por voluntad del mismo Jesús en la cruz, nos alcance la gracia de la docilidad al Espíritu, para que percibamos y entendamos lo que Él quiere transmitirnos en este año sacerdotal, y para que nos haga posible vivirlo unidos, en la paz y la alegría de la comunión fraterna, que es la de nuestra Iglesia en Lugo y la de toda la Iglesia universal.
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo