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En la Vigilia Pascual, celebrada en nuestra Catedral este Sábado Santo, nuestro Obispo, Monseñor Alfonso Carrasco, animó en su homilía a "festejar esta fiesta de la esperanza" para que permanezca "en nuestros corazones el camino verdadero, el de una humanidad cierta cuyos ecos llevamos todos en el corazón, cuya realización todos desearíamos".
Transcribimos la homilía:
Queridos hermanos:
Esta Vigilia que estamos celebrando concluirá en una hora muy similar a la que vivieron aquellas mujeres que, «muy de mañana», fueron con ungüentos para atender al cadáver y encontraron la tumba abierta y vacía. Un primer testimonio que casi no supieron interpretar pero sí entendieron: el de «los dos varones con vestiduras resplandecientes» que les preguntan «¿por qué buscáis entre los muertos al que vive?». Jesús vivía.
Celebramos la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo acontecida así, un día, en medio de la historia. Es necesario poder detenerse y pensar: un día y en medio de la historia. Porque los días de la historia están tan cargados de dolores, en los días que pasan suceden tantas cosas, muere tanta gente, con guerra y sin guerra… Decía un novelista famoso que la historia es como una caída inacabable en la que van cayendo los días, unos tras otros, generación tras generación, pareciéndose tanto. Pero un día fue distinto a todos los demás; ya había habido un día especial cuando la Virgen concibió a Jesús, ya existía en el corazón del pueblo deseo de novedad, pero no se veía su cumplimiento. Y el cumplimiento de este deseo de novedad, de que no todos los días terminasen en una derrota de los hombres, el deseo de que la humanidad no terminase caída otro día más a lo largo de la historia… ese deseo, que no se sabía cómo podría realizarse, encontró respuesta en la Resurrección de Jesús Nuestro Señor, un día en medio de la historia. El Señor la cambió así para siempre.
Por un lado demostró que era verdad lo que Él había dicho. Era verdad lo que decía, siempre había sido verdad pero se entendía mal porque no podía saberse bien qué significaba hasta que llegó el momento; no se podía sopesar bien el peso de las palabras hasta que veías toda la realidad realizada. Como cuenta el pasaje del Evangelio de hoy, escucharon el testimonio de aquellas mujeres pero no creyeron, les pareció un delirio; ¿cómo iba a estar vivo si había muerto?. De hecho, San Pedro fue corriendo y vio aquello y no supo qué pensar, no podía entenderlo del todo pero ya era verdad desde el principio. Ya Jesús les había dicho que resucitaría, e igual que eso, todo lo demás. Era verdad todo lo que iba a hacer en el tiempo de su Pasión que acabamos de celebrar. Era verdad el don que les hizo en la Última Cena: «tomad y comed, esto es mi cuerpo». Palabra imposible, palabra casi no comprensible hasta que te paras a pensar y dices: ‘sí sería magnífico que uno pudiese entregar todo lo que es sin destruirse, poder vivir una comunión tan grande’. «Esta es mi sangre derramada por vosotros» era verdad. Era verdad que el Señor en la cruz moría, no derrotado por la violencia de los hombres, por la ceguera o la maldad del pecado que pesaba sobre él bajo forma de dolor y sufrimiento, sino que su corazón vencía, no era derrotado. Era verdad que oraba y pedía por la salvación de todos y permanecía cumpliendo la voluntad del Padre abriéndonos un camino de salvación y de perdón para una humanidad muy necesitada, aunque ni siquiera lo reconocía. Era verdad que el Señor estaba venciendo en la cruz: nosotros lo veíamos derrotado, cargado de golpes, lleno de heridas, abandonado de Dios, aunque esto no era verdad. El Señor atravesaba todos los dolores, todos los abandonos, pero su corazón vencía, permanecía vivo con el Padre y con nosotros; eso sí era verdad. Y a pesar de todos nuestros pecados, permanecía vivo por nosotros y con nosotros. Y era verdad aunque nadie podría pensarlo bien del todo; aún hoy nos cuesta, pero era verdad. Y cuando resucitó al tercer día se demostró toda la profundidad de esta victoria y esta verdad tan grande.
A nosotros nos ayuda a entenderlo el pensar que las cosas que nosotros hemos visto en la vida más verdaderas sí eran verdad. Y que cuando nosotros hemos guardado el recuerdo lleno de amor por nuestros padres, por ejemplo, cosa que puede habernos sucedido a casi todos, y de algún modo sabes en tu corazón que aquel hogar era verdad, verdadero, es verdad. Que las amistades verdaderas, eran verdad. Que los reales anhelos del corazón, eran justos. Que los deseos que Dios había creado en el hombre eran buenos. Que no era cierto que la vida del hombre no valiese la pena. Que no era cierto que las personas fuésemos poca cosa y al final casi siempre mentira y, en todo caso, egoísmo. Eran verdad, tenían una respuesta verdadera, un horizonte de realización y plenitud. Y que el deseo de bien y de vida estaba puesto por Dios para cumplirse, no para perderse. Y que esta visión de la historia como una perdida continua no era del todo verdadera, parecía verdadera pero no lo era: las personas, sí, fallecían, falleceremos, pero no era verdad que era una pérdida sin más. Todo era una manera de pensar que había olvidado a Dios, que había olvidado quién era Dios y qué quería para nosotros, que habíamos olvidado quiénes éramos. Y creímos, cegados por el pecado, que el camino verdadero era huir de lo más humano, huir de aquello que nos hace más humanos pero también más frágiles: nuestro corazón. Eso no era verdad.
El camino verdadero, el que el Señor desveló llegando hasta la cruz, era el de una humanidad cierta y verdadera cuyos ecos llevamos todos en el corazón, cuya realización todos desearíamos, como desearíamos volver a ver el rostro lleno de vida de nuestros seres queridos.
La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo afirmó esto: la victoria hecha en medio de la humanidad, hecha por Dios, se realiza en Jesús que resucita victorioso y con él los suyos, sus amigos, y todos, porque por todos murió. Murió por los hombres porque los amaba a los hombres. Esto significa que había algo bueno en nosotros, algo que amar. Jesús murió por los hombres, por lo humano, por lo que somos, por nuestro bien, y nos permite a todos vivir de un modo nuevo. No vivimos encerrados en el horizonte de la muerte, esa es una mentira, la mentira de la tentación primera del diablo que dijo: ‘no no no todo lo que hay es esto y en el horizonte de la muerte gobierno yo y vosotros sois mis siervos’. Lo cierto es que nosotros vivimos en el horizonte de la misericordia de Dios, reconocemos a un único Señor, que es Dios: Jesucristo, y vivimos con un horizonte de alegría de esperanza.
Como dice San Pablo, hay tres cosas en el corazón que tienen que estar: fe, esperanza y caridad. No dijo «necesitamos mucho dinero o fama» sino fe, esperanza y caridad y la más importante es la caridad. Afirmar esto es como hacer una declaración de que el hombre y lo más humano de la historia se construye con fe, esperanza y caridad. Con fe, con profunda certeza en el corazón de que somos amados; con esperanza, porque no desesperamos ni de lo que somos nosotros ni de lo que es nadie y cuando pecamos nos nos desesperamos, confiamos en el Señor. Con caridad, deseosos de recibir el amor del señor y también de amar y hacer resonar en nuestro corazón, y en el corazón de los hermanos, la vida.
Esta es la victoria que el Señor quiso conquistar para todos nosotros: que nuestra vida no se perdiera sino que se salvará y que no se quedará en el horizonte de un mundo que se muere sino de un mundo creado por Dios que llegará a su destino verdadero. Lo hizo él un día muriendo nosotros y resucitando al tercer día; de esta resurrección celebramos hoy la fiesta. Hay razón para festejar esta fiesta de la esperanza, de la vida para nosotros y para todos, para nuestros seres queridos y nuestras familias.
Que cuando miremos el mundo, miremos con esta esperanza de vida y con esta certeza grande del amor del Señor que nos concederán una capacidad de juicio para discernir las mentiras que dicen que el velo de la muerte lo tapa todo. Hay otras cosas en el corazón del hombre, otros designios, otro futuro para nuestra vida.