Transcripción de la homilía del Obispo de Lugo, monseñor Alfonso Carrasco, en la Misa Pontifical del Domingo de Pascua de Resurrección del año 2023.
Queridos hermanos:
Celebramos el Domingo de Pascua, la fiesta de la Resurrección del Señor. En ella, el pueblo que camina en Lugo, en la historia, se encuentra con el Resucitado, vencedor de la muerte, vencedor del mal.
Estamos llenos de alegría porque la victoria del Señor se realizó. Ahora ya sólo es cuestión de que esta victoria sea compartida por todos nosotros, pero ella ya no está en discusión. Para nosotros no hay duda ninguna, suceda lo que suceda en la historia de los hombres. La verdadera victoria es la del Señor; la que se realizó resucitando de entre los muertos.
Resucitar de entre los muertos era volver a la vida, volver a traer la alegría al corazón de todos los que caminaban en este mundo. En primer lugar, de su madre; pero luego, de todos: de los Apóstoles, que corrieron al sepulcro y se encontraron con los signos de la resurrección. A alguno que quizá tenía el corazón más cercano y una amistad más profunda con el Señor, pocos signos le bastaba para descubrir que el Señor había resucitado.
El Señor se manifestó resucitado a los suyos porque su victoria está destinada a ser compartida, a que el veneno de tristeza y de muerte sea vencido por la vida, que la violencia en las relaciones entre los pueblos sea dejada atrás.
Gracias a Aquel que no fue derrotado por la muerte, nosotros podemos estar ciertos de que el dolor, el pecado o la injusticia que dominan el Mundo no tienen la respuesta porque hay victoria sobre ellos.
Hoy es el día en el que debemos recordar que la Resurrección del Señor es algo perfectamente real. El resucitar y salir de la tumba se nos manifestó para que supiésemos que era totalmente real, tan real como nuestra propia vida. Así, hoy se nos anuncia la Resurrección para que sepamos qué es aquello a lo que estamos llamados.
El Señor resucitó y lo primero que hizo fue manifestarse y hacer partícipes a los suyos de esta esperanza definitiva. ¿Quién podrá ya doblegar el corazón o la conciencia de alguien tan bien acompañado? Pensemos en María Magdalena: ¿Quién podría darle ya miedo? ¿Quién podría provocarle realmente tristeza? ¿Quién podría volver a echar sobre ella el temor de la muerte o de la pena sobre el corazón? Así es también para todos nosotros.
El Señor quiso manifestarse a los suyos, quiso compartir. Ahora el gesto es nuestro. El Señor puede venir, puede iluminar el corazón, puede darnos todo pero somos nosotros los tenemos que recibir; si no lo recibimos, no lo hacemos nuestro. Como las demás cosas de la vida: puedes oír palabras, puedes encontrar gestos de cariño, pueden suceder muchas cosas pero si no lo recibes, si no lo haces tuyo, no lo hacemos nuestro…
El Señor quiso compartirlo primero con aquellos que lo iban a acoger. Quiso resucitar los lazos de la amistad, los lazos del amor, en todos aquellos en los que la acogida estaba cierta porque se conocían, porque habían hecho el camino juntos y habían compartido su vida y su destino. ¿Pero para qué? Para que ellos hicieran patente ante todos que el Señor había resucitado, que compartían una vida vencedora del pecado y de la injusta.
Por la Resurrección ya no estamos sometidos a nada ni a nadie. El Señor está y nosotros hacemos el camino de la vida unidos y volvemos juntos la mirada a Cristo, a su compartir definitivo. Y lo recibimos en la Eucaristía cada semana, cada domingo en el que nos reunimos y nos afirmamos discípulos, amigos, miembros de su familia y de su pueblo. Y así, cada domingo, reintroducimos en el corazón la certeza de la Resurrección, la certeza de la victoria sobre el pecado. Y si durante el tiempo y los días hemos sido vencidos, recomenzamos.
Es un espectáculo impresionante ver a un pueblo donde las personas, a pesar de la fuerza aparente del mal, siempre recomienzan con la certeza de que la raíz de la vida es más grande y más fuerte porque vuelve el Señor y nos sostiene y, por ello, seguimos caminando. Este camino del pueblo de Dios, esta afirmación cada semana de la Resurrección del Señor, es un don y una alegría inmensos. Y es esta la manera en la cual reconstruimos la casa, rehacemos nuestras ciudades y damos testimonio de que el Señor quiso que nosotros, hermanos suyos, bien pequeños, fuéramos, en el medio del mundo, testigos de aquello que no consigue la fuerza y la violencia del hombre: la vida verdadera, el amor verdadero, la luz que viene de la mano del Señor y entra en el corazón.
Afirmando la Resurrección afirmamos nuestro futuro ya en este mundo, pero sobre todo nuestro futuro definitivo. La resurrección es el verdadero horizonte. Por eso decía San Pablo que los bienes de este mundo son poca cosa y que es más importante buscar los grandes, los buenos, los verdaderos, los que no se terminan, los que fecundan este mundo y abren las puertas del venidero; esos bienes están hechos de fe, de esperanza, de compañía, de la luz del Señor, de su presencia en medio de nosotros, de una caridad constante que no es derrotada por nuestro pecado.
Del mismo modo, estamos ciertos de que nosotros y todos nuestros seres queridos resucitaremos y estaremos un día ante el Señor. También podemos estar ciertos de que ahora la fe de nuestro corazón puede resucitar cada día y que el Señor puede, cada día, renovarnos, a pesar de nuestras limitaciones y de nuestros males.
Pidámosle a Él que nos dé caminar con alegría a lo largo del año y celebrar esta fiesta con certeza y constancia, volviendo la mirada a su presencia en cada Eucaristía, especialmente los domingos, fiesta para nosotros, día de la Resurrección.