Hablar hoy día de la parroquia en el mundo rural es hablar de grandes cambios, no sólo demográficos, sino también espirituales y culturales. Sin embargo, para nosotros, como cristianos, lo esencial, lo más valioso y querido de la experiencia parroquial tiene validez permanente y no queremos perderlo. Nos alegra mucho además poder ser fieles así a nuestra tradición gallega más ancestral: ¿hay algo más antiguo o más gallego en Galicia que nuestras parroquias?
Durante muchos siglos las parroquias han sido para nosotros lugares de vida, de identidad y de pertenencia. No eran sólo fruto de la vecindad física, sino que se caracterizaban por un compartir el marco más hondo de la propia existencia, nuestra forma de creer en Dios, de estar en el mundo, de celebrar los momentos más importantes, tristes y alegres, de aprender la convivencia, el respeto y la caridad; nuestras parroquias ponían límites a la soledad, hacían cercana la solidaridad, hacían presente al prójimo.
Las parroquias eran así lugar principal de nuestra cultura, de la generación y de la conservación de sus rasgos más personales; alcanzando, muchas veces, una madurez humana e incluso artística que sigue siendo nuestra riqueza, nuestro patrimonio hoy.
Nosotros no queremos entender hoy las parroquias de otra manera; aunque hayan cambiado muchas circunstancias, creciendo las dificultades –por la crisis demográfica, por ejemplo, pero no menos por la crisis cultural y de fe que estamos viviendo de hecho– y también las facilidades –por las nuevas infraestructuras y medios de comunicación de que gozamos, por la generalización de la educación y de la sanidad, por los recursos de nuestra sociedad del bienestar.
Pues las circunstancias solas no definen por sí mismas a las personas o las comunidades. Nuestra vida tiene una raíz propia en el modo de afrontar la realidad, en la libertad que da la conciencia clara de la propia fe, de la propia dignidad y destino, de la propia comprensión del mundo. Esta es también la raíz verdadera de la vitalidad posible de nuestras parroquias, de modo que no se reduzcan a tradiciones y costumbres pasadas, a redes asociativas que persiguen algunos intereses propios de quien de hecho son vecinos, o a mantener una cierta memoria nostálgica muy limitada a lo local.
Hoy día, en muchas zonas rurales, los cristianos que participan en las actividades eclesiales de su parroquia siguen manteniendo viva la propia fe, aun cuando a veces ya en modo más pasivo que creativo, más capaz de conservar que de generar sociedad y cultura. Aunque, por otra parte, permanecen momentos de participación popular más amplia, con ocasión de fiestas, de tradiciones locales o de celebraciones familiares singulares.
Hemos de aprender a valorar con toda nuestra inteligencia y nuestros medios esta realidad buena. Pero sobre todo hemos de buscar realizar también hoy, en nuevas formas, lo que la parroquia ha sido siempre. Porque sin esta comunidad primera, presente entre nuestras casas y campos, la Iglesia perdería su rostro propio, y nuestras tierras gallegas perderían su tradición, sus raíces culturales vivas más hondas.
La comunidad eclesial nace de la fe en Cristo; es decir, de la acogida de su Palabra, anunciada y predicada, y de su Presencia, de su Persona y de su gracia, que nos es otorgada en los sacramentos. Por eso, nuestras parroquias se identifican con un templo, con un ser precisamente “parroquias” y estar referidas, por tanto, a un “párroco” –al ministerio de un sacerdote enviado por el obispo–, con una dinámica de pertenencia y de familiaridad.
Ser cristiano es pertenecer al Señor Jesús, ser miembro de su Iglesia y, por tanto, de una comunidad particular y local bien concreta; y es gozar de las riquezas de esta experiencia –de una vida de fe, de participación y de comunión– tanto en los días de fiesta como en los trabajos y alegrías cotidianas.
No podemos contentarnos con menos, con hacer de la parroquia un lugar de encuentro ocasional. Hemos de buscar los modos de seguir viviendo plenamente la experiencia parroquial también en nuestro mundo rural. Que la memoria agradecida de lo pasado, en la que se fundan rasgos hondísimos de nuestra identidad, no sea un obstáculo, sino un aliciente para salvaguardar hoy día, en nuestras circunstancias, lo esencial: vivir nuestra fe en Cristo, unidos como una familia alrededor de la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, en nuestra tierra, con nuestros vecinos y amigos, constituyendo una comunidad que sea para nosotros referencia real, que nos ayude a afrontar todas las cosas con esperanza verdadera y amor constante. Pues la parroquia no se define en primer lugar por el templo y ni siquiera por sus límites geográficos; sino ante todo por ser una comunidad viva, un verdadero “pueblo de Dios”, convocado y unido por el Señor, caminando a la luz de la verdad y del amor –del Evangelio–, en la espera de la resurrección, participando en una historia muy grande en la que tenemos a la Virgen María como Madre, a tantos santos como compañeros de fatiga, a tantísimos seres queridos ya en la presencia del Padre, en el hogar verdadero y definitivo. No podemos perder esta inmensa riqueza, que salvaguarda en la verdad y en la caridad nuestra vida, la de nuestras familias y de nuestros seres queridos.
Por eso, hemos de mantener vivas las parroquias en nuestro mundo rural, con inteligencia, con prudencia, pero también con tenacidad y con sacrificios, si hace falta. Nuestras casas tienen que poder referirse a una parroquia que existe en plenitud y para ello hemos de movernos –como siempre en la vida– para “ir a la Iglesia”, para participar de su vida. Hemos de dar la prioridad a vivir como una comunidad parroquial, aunque hayamos de ampliar los límites geográficos y superar fronteras antiguas.
Aunque nos guste celebrar en nuestro templo parroquial, al lado quizá de nuestro cementerio, no dejemos de dar forma y de participar en una vida parroquial plena, con todas sus dimensiones, con sus ritmos fundamentales –¡todos los domingos!–, con sus momentos de celebración y de encuentro, que eduquen a los pequeños y nos guarden a todos como cristianos vivos, como hermanos.
En nuestro entorno cercano, con nuestras familias, con vecinos y conocidos, sigue siendo posible hoy vivir como comunidad parroquial estable, con familiaridad real, con un “párroco” propio. Allí se darán todos los aspectos de la vida eclesial: la liturgia –con su ritmo dominical y sus grandes fiestas– y los sacramentos, pero también toda la dinámica educativa –desde la catequesis infantil a todas las posibles iniciativas de formación que consideremos necesarias o útiles para responder mejor a los desafíos de la vida–, y las formas de expresión de la unidad, de la caridad, con los necesitados en primer lugar –que somos todos de alguna manera– y con el hermano, con el amigo, con todos los que el Señor nos pone al lado en el camino de la vida.
Liturgia, educación en la fe, vida en la caridad, son como pilares del edificio de la Iglesia, de toda parroquia real; porque son los pilares de la vida del cristiano, que sin ellos se va empobreciendo. Valen la pena todos los sacrificios que sean necesarios para seguir gozando de estos bienes. Es la riqueza de nuestra esperanza, por el bien de nuestros hijos y por la resurrección prometida, por el presente que hemos de vivir con conciencia y libertad, con fe en el Dios verdadero –es decir, en la verdad y en la caridad–, por el futuro de nuestras familias y de nuestra tierra, por el bien definitivo de nuestros seres queridos.
Estamos en tiempos de cambio. Nuestras antiguas parroquias han envejecido en su mayoría y han ido modificando su función; aunque sigan hablando elocuentemente de los bienes que nos ha traído vivir como Iglesia de generación en generación en nuestra tierra, y sigan despertando en nuestro corazón la memoria viva de nuestra casa, de nuestra historia, de nuestra pertenencia buena al “pueblo de Dios”, al Señor creador de nuestro mundo y de nuestra vida.
A pesar de ello, no tenemos por qué perder las parroquias de las que somos; al contrario, las conservaremos, si conseguimos seguir viviendo realmente como comunidad cristiana. Así, aunque hayamos de movernos para seguir viviendo lo mismo, la misma fe –necesaria y urgentísima– y la comunión eclesial que nos ayude a dar forma buena a nuestras vidas y nuestras casas, seremos capaces de seguir cuidando también a las iglesias de nuestra parroquia natal.
Si conservamos la vida cristiana, si damos la prioridad a permanecer unidos como Iglesia, conservaremos todo, incluso lo más particular de cada uno. Si no damos los pasos necesarios para que sigan existiendo en nuestro entorno comunidades eclesiales reales –que sean para nosotros también parroquia–, con todos sus rasgos esenciales, lo perderemos todo, y también lo particular de la parroquia de cada uno quedará cada vez más abandonado.
Promovamos, pues, sin miedo comunidades parroquiales en las zonas rurales que puedan ser referencia de vida, donde celebrar unidos la Eucaristía dominical, donde compartir la fe –y los dolores– del corazón, donde acompañarse y crecer en una experiencia cristiana madura. Que puedan ser lugar de encuentro para quienes buscan respuesta a las necesidades más hondas; pero también lugar en que nuestros niños y jóvenes, nuestras familias, puedan adherirse al Evangelio y crecer en un cristianismo consciente, cargado de motivos y capaz de dar razón de la propia esperanza a un mundo que lo pone en cuestión continuamente.
Así, también hoy, como desde hace muchos siglos en Galicia, nuestras parroquias, usando de la creatividad adecuada a nuestro tiempo, serán capaces de generar una vida buena, renovada por el Evangelio, y serán en nuestra tierra “un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación” (LG 9).