No podemos conservar la fe ni, por tanto, transmitirla -aunque multipliquemos las iniciativas pastorales-, si no somos conscientes de en quien creemos realmente. La pregunta no es para nada ociosa en nuestros tiempos: ¿Sabemos en quién creemos, en qué apoyamos nuestras vidas? Porque hoy no se discute sólo, como antaño, sobre la comprensión adecuada del Evangelio o de Dios; sino incluso sobre si de hecho creemos en algo o en nada, como si fuese posible ser persona sin certezas propias sobre el mundo y la vida, sin esperanzas.
Sabemos qué creemos y también en quién creemos, de quién recibimos la luz para mirar la vida, presente y futura, para comprender el mundo con sus luchas y desafíos.
Creemos en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, nacido de la Virgen María, muerto en la cruz por nosotros y resucitado, que nos dio todo su ser, su cuerpo y su sangre como fuente de vida nueva.
Así somos amados. Ésta es nuestra certeza más honda, la misma que ha sostenido el camino de nuestro pueblo en la historia. No ponemos nuestra esperanza en la fuerza, en el dominio sobre los demás, en el acaparamiento de las riquezas; no confiamos en el engaño y la mentira, en el poder de las apariencias.
También hoy nosotros hemos de defender la verdad de nuestra fe ante estos planteamientos, presuntamente más pragmáticos y realistas, que parecen dominar en nuestra sociedad y que ponen en discusión nuestro ser cristiano y nuestra tradición; pero no lo haremos simplemente con debates filosóficos, sino poniendo en juego la propia persona, con un modo de vida en la caridad y en la verdad aprendido y recibido muy conscientemente de Jesucristo mismo, que lo ha vivido primero.
Nosotros, en esta Diócesis de Lugo, sabemos que conservar y crecer en esta fe, en esta alegría, es posible si guardamos la Eucaristía en el centro de nuestra vida cristiana, como resumen vivo y verdadero del Evangelio, como presencia real del Señor Jesús, del sacrificio de su amor por nosotros.
Por ello, queremos insistir en el cuidado del sacramento de la Eucaristía en nuestras parroquias y comunidades.
La participación en la Santa Misa cada domingo, como fuente y cima de nuestra vida cristiana, de nuestro ser Iglesia. Por eso, como ya hemos dicho con insistencia en el largo proceso de reorganización pastoral, hemos de procurar que todo fiel cristiano, en cualquier lugar de nuestra Diócesis, tenga la posibilidad real de participar en la Misa dominical y de experimentar su pertenencia a una comunidad eclesial concreta, fundamentada en la presencia sacramental del Señor resucitado. Este es el corazón de la vida parroquial, que se expresará luego en todas las dimensiones propias de la existencia cristiana -educativa, celebrativa o caritativa; de modo que nuestra fe pueda incidir realmente en la vida personal y social.
Esta certidumbre de la presencia cercana de la Iglesia, que se reúne y celebra en el propio entorno, permitirá vivir su pertenencia también a quien no pueda desplazarse el domingo al templo; pero a quien el sacerdote y los hermanos podrán visitar y acompañar cotidianamente a lo largo de la semana.
Dar forma así de nuevo a la vida comunitaria y parroquial en nuestra Diócesis es un proceso paulatino, que implica sin duda el cambio -por otra parte inevitable- de anteriores estructuras pastorales; pero será de inmensa importancia para el futuro de la fe y de nuestro pueblo.
No perdamos la paciencia, aunque el proceso sea lento. Recordemos las recientes enseñanzas del Papa Francisco:
“… las respuestas que demos exigen, para que pueda gestarse, un sano aggiornamento, «una larga fermentación de la vida y la colaboración de todo un pueblo por años». Esto estimula generar y poner en marcha procesos que nos construyan como Pueblo de Dios, más que la búsqueda de resultados inmediatos que generen consecuencias rápidas y mediáticas pero efímeras por falta de maduración o porque no responden a la vocación a la que estamos llamados (…) Asumir y sufrir la situación actual no implica pasividad o resignación y menos negligencia, por el contrario supone una invitación a tomar contacto con aquello que en nosotros y en nuestras comunidades está necrosado y necesita ser evangelizado y visitado por el Señor. Y esto requiere coraje porque lo que necesitamos es mucho más que un cambio estructural, organizativo o funcional.”
Hagamos pues este camino juntos, con paciencia y comprensión, con inteligencia de las circunstancias concretas; pero ciertos del bien que significa para nuestra tierra y nuestra gente la existencia de una comunidad cristiana viva, real y palpable, reunida por la presencia y el amor del Señor muerto y resucitado.
Continuar el camino emprendido en la reorganización pastoral es para nosotros, por tanto, una prioridad de fondo, constante. Nos lo pide la urgencia de anunciar al hombre de hoy la alegría del Evangelio, y la necesidad de hacer visible, experimentable la forma cristiana de vida, para cada uno de nosotros en primer lugar y para que sea posible transmitir, comunicar la fe como el bien más decisivo de la persona.