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Domingo de la Palabra de Dios


El tercer domingo del Tiempo Ordinario, domingo 26 de enero, la Iglesia celebra el VI Domingo de la Palabra de Dios.

El lema elegido por el Santo Padre para la edición de 2025, dentro del Año Jubilar, es un versículo del Salmo 119, “Espero en tu Palabra” (Sal 119,74). Se trata de un grito de esperanza: el hombre, en el momento de angustia, de la tribulación, del sin sentido, grita a Dios y pone toda su esperanza en Él.

El Domingo de la Palabra de Dios fue instituido por el papa Francisco mediante la Carta Apostólica en forma «motu proprio»‘Aperuit illis’ el 30 de septiembre de 2019, en la cual establece que el III Domingo del Tiempo Ordinario sea un día dedicado a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios, con la esperanza de que este domingo dedicado a la Palabra haga crecer en el pueblo de Dios la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura.

La Palabra de Dios tiene un lugar privilegiado dentro de la vida y la misión de la Iglesia, «lo que la Iglesia anuncia al mundo es el Logos de la esperanza (cf. 1 P 3,15); el hombre necesita la ‘gran esperanza’ para poder vivir el propio presente, la gran esperanza que es «el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo (Jn 13,1)». Por eso la Iglesia es misionera en su esencia. No podemos guardar para nosotros las palabras de vida eterna que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo: son para todos, para cada hombre. Toda persona de nuestro tiempo, lo sepa o no, necesita este anuncio […] Nos corresponde a nosotros la responsabilidad de transmitir lo que, a su vez, hemos recibido por gracia.» (Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, n. 92).

Hay una estrecha relación entre el testimonio de la Escritura, como afirmación de la Palabra que Dios pronuncia por sí mismo, y el testimonio de vida de los creyentes. Uno implica y lleva al otro. El testimonio cristiano comunica la Palabra confirmada por la Escritura. La Escritura, como Palabra de Dios, a su vez, explica el testimonio que los cristianos están llamados a dar con la propia vida. De este modo, quienes encuentran testigos creíbles del Evangelio se ven movidos así a constatar la eficacia de la Palabra de Dios en quienes la acogen.

En la liturgia se pone de manifiesto que la Biblia es el libro de un pueblo y para un pueblo; una herencia, un testamento entregado a los lectores, para que actualicen en su vida la historia de la salvación testimoniada en lo escrito. Existe, por tanto, una relación de recíproca y vital dependencia entre pueblo y Libro: la Biblia es un Libro vivo con el pueblo, su sujeto, que lo lee; el pueblo no subsiste sin el Libro, porque en él encuentra su razón de ser, su vocación, su identidad. Esta mutua dependencia entre pueblo y Sagrada Escritura se celebra en cada asamblea litúrgica, la cual, gracias al Espíritu Santo, escucha a Cristo, ya que es él quien habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura y se acoge la alianza que Dios renueva con su pueblo. Así pues, Escritura y liturgia convergen en el único fin de llevar al pueblo al diálogo con el Señor y a la obediencia a su voluntad. La Palabra que sale de la boca de Dios y que testimonian las Escrituras regresa a él en forma de respuesta orante, de respuesta vivida, de respuesta que brota del amor (cf. Is 55, 10-11).