Queridos hermanos,
Estamos estos días agitados por los anuncios de nueva legislación a propósito de cuestiones como la píldora postcoital o el aborto, que inciden profundamente en la vida de cada uno y de la sociedad.
De modo inevitable somos interpelados todos en nuestra conciencia, por lo que me parece deber propio del ministerio episcopal ayudar a los fieles cristianos, y a todo hombre de buena voluntad, a escuchar la voz de la Iglesia, de modo que ninguno se encuentre solo a la hora de enfrentarse a las campañas y a los grandes medios públicos con que estos desafíos morales se nos presentan en nuestra sociedad.
Todos sabemos que la píldora postcoital es muchas veces un fármaco abortivo, y que además no es inocuo para la salud de la mujer. No hablaré de ello ahora, por tanto, sino sólo directa y brevemente del aborto mismo.
Habréis observado la escasez e incluso la ausencia de debate sobre el centro mismo de la cuestión: si se trata o no de matar a un ser humano, que es diferente de su madre, a pesar de estar en su seno en momentos tempranos de su desarrollo. Pienso que este debate se silencia, porque no es posible negar el hecho razonablemente –es decir, científicamente. Es evidente que se trata de impedir el desarrollo y el nacimiento de un ser humano, que sólo porque ya existe se pretende destruir. No son necesarios largos discursos a este respecto: se trata claramente de un crimen, por el que se niega el derecho fundamental a la vida de un ser totalmente indefenso.
Realizarlo afecta sin remedio no sólo a la salud física y psíquica de la madre, sino también a la vida y comprensión del matrimonio y la familia; e incluso, y ante todo, a la conciencia moral de todos los que participan en ello, incluidos por supuesto quienes lo hacen posible a larga escala con los medios de la legislación y de la política en general.
Al contrario, todos estamos llamados a colaborar para que el aborto no llegue a cometerse, sea con la cercanía y la ayuda a las madres, sea salvaguardando una conciencia moral lúcida, que hemos de testimoniar en la sociedad, para que se perciba con claridad lo inaceptable del aborto, y ello llegue a tener consecuencias en todos los ámbitos de la vida, incluidos los trabajos de nuestros representantes políticos.
Pero si hoy se escamotea ante nuestros ojos lo que realmente está en cuestión en el tema del aborto, es debido en buena parte a su presentación como expresión simplemente de un derecho de la mujer y de su libertad.
Debemos comprender igualmente la gravedad de estos planteamientos, pues nos afectan a todos. Aún dejando sin mención aquí lo que esto significa para la concepción del derecho y del Estado en España, que es de inmensa importancia, no podemos dejar de observar que tal presentación del aborto como un derecho recorta de modo grave la libertad de todos.
En efecto, en nuestra sociedad no hay unanimidad alguna en estos temas. Muchísimos, si no la mayoría, ven la gravedad moral del aborto. Ahora bien, declarándolo un derecho, no sólo se desvía la atención de la verdadera cuestión, sino que se imposibilita un diálogo abierto, en el que salgan a la luz las tomas de posición de cada uno y de todos; ya que no se puede poner un derecho en discusión.
Es decir, presentando en este modo la legislación sobre el aborto, se está haciendo una grave presión sobre la libertad de pensamiento, así como sobre la libertad de expresión y de educación. Pues no cabe negar los derechos de otros en una sociedad democrática, ni educar a los niños y jóvenes más que en el respeto de los derechos fundamentales. Y riesgo existe también de que vean negada su libertad de conciencia médicos, farmacéuticos, enfermeras, psicólogos y todos los que tengan que ver con el proceso del aborto. En resumen, la declaración de tal inexistente derecho por quien ostenta el poder político tiende a limitar gravemente la libertad de todos.
Conviene que, como fieles cristianos y como personas libres y responsables en nuestra sociedad, comprendamos realmente lo que está en cuestión con esta iniciativa legislativa. Resulta imprescindible que conservemos la claridad del juicio de nuestras conciencias, teniendo en cuenta todos los aspectos de la vida que están implicados. Esta breve carta quiere sólo ser una pequeña aportación a esta tarea urgente.
Y, por otra parte, sería igualmente de gran irresponsabilidad no preocuparse por aquellos asuntos públicos que afectan gravemente el presente y el futuro de nuestra sociedad, y a las formas mismas de nuestra vida en libertad y democracia.
Como cristianos y como personas, como ciudadanos, no podemos limitarnos a ser espectadores pasivos, sino que estamos llamados a participar de modo activo en estos debates, en los que está en juego el derecho a la vida de muchísimos y la dignidad de nuestras propias conciencias, y que serán sin duda determinantes para el ser de nuestra sociedad.
Lugo, a 18 de mayo de 2009
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo