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C.S. Lewis. La muerte en observación


El sacerdote Santiago Lillo nos acerca a las reflexiones del escritor británico C. S. Lewis, en su obra Una pena en observación

Es relativamente fácil consolar con palabras bonitas a alguien que acaba de perder a un ser querido. Tópicos, incluso religiosos, que llevan en circulación desde los tiempos bíblicos en que los amigos de Job trataban de hacerle entender su sufrimiento con largos discursos. Sus sabias sentencias no merecieron otra cosa que la ira del Dios vivo. “No habéis hablado bien de mí, como mi siervo Job” (Jb 42,7).

C.S. Lewis (1898-1963) es un autor británico conocido mundialmente por obras como Las crónicas de Narnia o Cartas del diablo a su sobrino. En su libro Una pena en observación se examina a sí mismo al exponer, en forma de diario íntimo, sus vivencias tras la muerte de su esposa Joy. Este episodio biográfico ha sido llevado al cine en Tierras de penumbra (1993), protagonizada por Anthony Hopkins.

Encontramos a una persona en rebeldía, en carne viva. Su fe está lejos de convertirse en un paliativo fácil. Si Dios existe, y a estas alturas ya no puede dudarlo, ¿qué le impide pensar entonces que no sea un monstruo? Este es el grito que el viudo proclama en sus peores momentos. Pero, como reconoce poco después, no se trata de una afirmación realmente sincera. Es la traducción al pensamiento de una emoción del corazón, que no puede ser aliviado.

Como dice el profeta Jeremías: “Un grito se oye en Ramá, un llanto y lamento grandes: es Raquel que llora por sus hijos, y no quiere ser consolada, porque ya no existen” (Jr 31,15; Mt 2,18). Es la palabra profética que invocará el evangelista Mateo para hablar de la matanza de los inocentes en Belén; el llanto de una madre que sabe que nunca más volverá a encontrar a sus seres queridos, tal como eran antes.

“No te aflijas como los que no tienen esperanza” (cf. 1Tes 4,13), le repite un amigo a Lewis. Sin embargo, para el autor “lo que dice San Pablo solamente puede confortar a quien ame a Dios más que a sus muertos y a sus muertos más que a sí mismo”. Este consuelo no sirve para la maternidad de una mujer. “Nunca ya, en ningún sitio ni en ningún tiempo, volverá a sentar a su hijo en sus rodillas, ni a bañarlo, ni a contarle un cuento, ni a hacer proyectos para su futuro, nunca conocerá a los hijos de su hijo”.

Lewis abomina de las representaciones “baratas” del cielo como una gran reunión familiar en la que todos son como antes, se restaura un pasado feliz, parece como si en el fondo no hubiera pasado nada. No, “nunca, cuando se nos quita una cosa, se nos devuelve exactamente la misma cosa”.

Dios derriba nuestros castillos de naipes: la fe que creíamos tener, el amor que creíamos sentir. En esta experiencia Lewis confiesa descubrir que no ama a Dios ni ama a su esposa como se imaginaba. “Si me amarais, os alegraríais de que me vaya al Padre” (Jn 14,28). El libro concluye recordando los últimos momentos de su mujer, su sonrisa final; “pero no me sonreía a mí. Luego se volvió a la fuente eterna”. El mayor acto de amor es dejar ir.

Y, sin embargo, a través de este dolor Dios obra en el hombre: destruye para edificar. Quizá eso sea su gran proyecto, su “formidable paradoja”. Es necesario quebrar una a una nuestras falsas imágenes para que aparezca, como en Job, solamente Él. Como dice un personaje del mismo Lewis: “Ahora sé, Señor, por qué no te pronuncias. Tú mismo eres la respuesta. Ante tu rostro los interrogantes se desvanecen. ¿Qué otra respuesta nos iba a colmar?”