Transcribimos la catequesis dada por nuestro Obispo, monseñor Alfonso Carrasco, a un grupo de jóvenes participantes en la Peregrinación Europea de Jóvenes celebrada en Santiago de Compostela entre los días 3 y 8 de agosto de este año.
Amigos:
En esta mañana vamos a hablar de Dios. Cuando nosotros hablamos de Él, decimos con frecuencia «Dios te ama». Pensamos que debemos decir algo que sea real.
Lo primero que tenemos que considerar es que, para hablar de Dios, debemos partir siempre de la realidad. No de que lo veamos cara a cara, como Moisés en la «tienda del encuentro»; sino que, como en su día Moisés, afirmando que le conocemos y hablando de Él partiendo de la realidad, de la única de la que podemos partir. Si no fuera así, todo lo que dijésemos sería extraordinariamente subjetivo y no podríamos tener ninguna certeza de que es verdad. De esta forma, cada uno podría decir lo que le viniese en gana, como si hablase de un ser que vive en un planeta lejano de una galaxia desconocida y dijese que es un ser estupendo; tendría un valor menor porque no podríamos tener ninguna certeza de que fuese verdad.
Por lo tanto, debemos caer en la cuenta de que hablamos de Dios siempre a partir de la realidad. Y la realidad es algo que está ahí y que sólo percibe cada uno: está delante de nosotros pero no tiene conciencia de sí misma; somos nosotros los que, con conciencia, la miramos y esa mirada es nuestra, la claridad está en nosotros. Así, partir de la realidad quiere decir «a partir de» como nosotros mismos la miramos. Esto significa que, en el principio de todo, cuando hablo de Dios, si quiero decir algo, estoy yo.
Así nosotros creemos: no porque lo veamos cara a cara sino porque vemos los efectos de sus acciones. Un ejemplo: Si tú vas por un camino y ves una cucaracha aplastada, no sabes quién la pisó pero sí que alguien lo hizo. O si ves un clavo clavado en una pared, sabes que hubo alguien que lo hizo, con intención, usando algún instrumento, posiblemente un martillo, pero tú no estabas y no sabes si fue un hombre o una mujer, joven o niño; no sabes mucho pero sabes que alguien clavó un clavo en la pared. Y nosotros también: el primer punto de partida que tenemos para hablar de Dios es que nosotros vemos las cosas y pensamos «hay Dios».
Es nuestra tradición y es así como funcionamos: empezamos a pensar en Dios porque vemos todas las cosas y sabemos que para que exista algo es necesario que hubiese algo anterior que hiciese existir eso que ahora existe. No podemos razonar pensando que lo que existe viene de lo que no existe; no puede ser, no es lógico. Por eso, la experiencia natural es creer (el ateísmo está sobre todo en nuestro mundo porque existe una grandísima lucha de ideas pero no porque sea una experiencia natural).
Quisiera compartir con vosotros ahora un texto que siempre me gustó de un santo que fue un buscador, un buscador incansable y un hombre impresionante: San Agustín. Él tenía muchísimas cualidades y era un triunfador nato; de hecho, triunfó en la vida. Buscaba: buscaba entender, buscaba la verdad, y se hizo cristiano cuando encontró la verdad y se hizo famoso para toda la historia como un gran pensador.
San Agustín escribía: «Pero ¿qué es lo que yo amo cuando os amo? No es hermosura corpórea, ni bondad transitoria, ni luz material agradable a estos ojos; no suaves melodías de cualesquiera canciones, no la gustosa fragancia de las flores, ungüento o aromas; no la dulzura del maná, o la miel, ni finalmente deleite alguno que pertenezca al tacto o a otros sentidos del cuerpo. (…) Pero ¿qué viene a ser esto? Yo pregunté a la tierra y respondió: "No soy yo eso"; y cuantas cosas se contienen en la tierra me respondieron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos, y a todos los animales que viven en las aguas y respondieron: "No somos tu Dios; búscale más arriba de nosotros". Pregunté al aire que respiramos y respondió todo él con los que le habitan: "Anaxímenes (filósofo del siglo VI a. de C. que enseñaba que el aire es infinito y principio de todas las cosas) se engaña porque no soy tu Dios". Pregunté al cielo, Sol, Luna y estrellas, y me dijeron: "Tampoco somos nosotros ese Dios que buscas». Entonces dije a todas las cosas que por todas partes rodean mis sentidos: "Ya que todas vosotras me habéis dicho que no sois mi Dios, decidme por lo menos algo de él». Y con una gran voz clamaron todas: "Él es el que nos ha hecho"».
Lo corto porque esto es algo largo. Dice luego San Agustín: «Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne: "Decidme algo de mi Dios. a que vosotros no lo sabéis. Decidme algo." Y exclamaron todos: "Él nos ha hecho." Y mi pregunta era mi mirada. Y su respuesta era su apariencia.» Y, añade, «¿Por qué no le dice a todos lo mismo?» Buena pregunta. Entonces San Agustín razona: «Los animales, desde los más pequeños hasta los mayores, ven esta hermosa máquina del universo, pero no pueden hacerle aquellas preguntas, porque no tienen entendimiento, que como superior juzgue de las noticias y especies que traen los sentidos.»
O sea, habla a todos, la realidad, pero sólo la entienden quienes confrontan interiormente con la verdad que llevan dentro la voz que reciben de fuera. Y continúa San Agustín: «Los hombres sí que pueden ejecutarlo, y por el conocimiento de estas criaturas visibles pueden subir a conocer las perfecciones invisibles de Dios, aunque sucede que, llevados del amor de estas cosas visibles, se sujetan a ellas como esclavos, y así no pueden juzgar de las criaturas, pues para eso habían de ser superiores a ellas. Ni estas cosas visibles responden a los que solamente les preguntan, sino a los que al mismo tiempo que preguntan, saben juzgar de sus respuestas. Ni ellas mudan su voz, esto es, su natural hermosura, ni respecto de uno que no hace más que verlas, ni respecto de otro, que además de esto se detiene a preguntarles; no es que a aquél parezcan de un modo y a éste de otro, sino que presentándose a entrambos con igual hermosura, hablan con el uno y son mudas para con el otro, o por mejor decir, a entrambos y a todos hablan, pero solamente las entienden los que saben cotejar aquella voz que perciben por los sentidos exteriores con la verdad que reside en su interior.» Esto pensaba San Agustín que, como veis, pensaba mucho.
Leyendo a este santo podemos afirmar, en primer lugar, que sólo recibe respuesta quien pregunta. Por esto, nosotros miramos y vamos a recibir respuesta en la medida en que preguntemos. ¿Qué quiere decir esto? Que en la medida en que confrontes la voz que viene de afuera con la capacidad de discernimiento, de verdad, de juicio que tú tienes dentro, entonces recibirás respuestas. En esta reflexión, que no es polémica, están todos los elementos resumidos.
El punto de partida nuestro es, entonces, que todos buscamos, todos deseamos. La búsqueda siempre es con la realidad, no con sueños, ideas, historias o novelas. Y en eso, en nuestra libertad, en nuestra voluntad de aceptar y confrontar con lo que recibimos, con lo que llevamos dentro, encontramos lo decisivo. Tenemos que decir que hay como un ejercicio personal de la libertad que te permite hablar de Dios.
Por lo tanto, tú vas a vivir muchas cosas pero va a depender de ti, de que tú preguntes y de que tú quieras escuchar. Tú vas a construir unas cosas u otras, pero va a depender de ti, de que preguntes. Es verdad que el querer escuchar está discutido porque en el fondo hay un prejuicio, ya adoptado muchas veces, que dice: «no puede ser que haya nada más allá de mí mismo ni nada más grande que yo. Yo, el hombre, es lo más grande que hay. No puede haber nada más ni ningún horizonte diferente». Pero, en este caso, la pregunta está cortada, está semivelada porque rechazas ver la realidad ya que te ves muy pequeño, limitado y dependiente ante ella y eres consciente de que la mirada real te llevaría a pensar que hay algo más y no quieres. «No puede ser», te dices. Hoy hay como una voluntad muy grande de decir: «no, no puede haber nada más que nosotros mismos porque nada puede ser mejor que nuestro poder y que aquello que controlamos o dominamos». Pero preguntemos y veremos cómo la realidad nos dice: «no, yo no lo hice, nosotros no somos». Así, afirmar que el mundo lo es todo, que el amor del mundo que tenemos es nuestro horizonte final y absoluto, no es verdad; de hecho, no nos está diciendo eso la realidad.
Preguntemos y veremos que mirando la realidad se puede llegar a decir cosas. Podrías llegar a decir que hay mucha inteligencia en ella y que todo nuestro mundo está construido sobre la base de que la realidad es muy inteligente. Es verdad que podrías decir que no conoces el qué pero sabes que ese «qué» primero debe ser muy inteligente; es cierto que podrías decir que hay belleza pero no podrías hablar de la belleza que lo ha generado porque no la ves; podrías, quizás, decir que hay bondad pero sucede lo mismo; podrías afirmar que el mundo es una cosa buena pero que también es peligroso; podrías decir que la vida es bella pero que también hay muerte. Y te cuesta concluir en el inicio un bien y una bondad inmensa e infinita porque no estás seguro, te faltan datos. Por lo tanto, no diríamos sin más «Dios te ama» y, de hecho, nunca nadie lo dijo. Cuando Nuestro Señor dice «Dios es Padre», está diciendo algo que, con esa radicalidad, es una novedad: los hombres siempre pensamos que nos gustaría que fuese padre, pero no podías decirlo.
Así, el siguiente paso sería decir: como nosotros partimos de la realidad, ¿cómo podemos llegar a decir de Dios cosas como que es Padre? Pues por una invitación a una historia real. Una historia real en la cual tú puedes participar y en la que, de hecho, eres invitado y en la que se experimentan otras realidades que te ayudan a sacar más conclusiones, a dar pasos, a arriesgar tu perspectivas más profundas. Si hay una historia a la que tú estás invitado, en la que puedes participar y conocer cosas nuevas, podrás decir cosas nuevas de Dios; si no fuese así, estarías inventando. Por eso, yo quería hacer una comparación con el camino que estáis haciendo, porque, al final, esto es literal. Vosotros habéis sido invitados a dar pasos dentro de una historia grande y la peregrinación es eso: una invitación a hacer una experiencia dentro de una historia que no hemos empezado nosotros y que continuará; una historia que sabes que es real, tan real como que, de hecho, la estamos haciendo.
Cuando vi los materiales que me dieron para preparar esta catequesis, encontré una descripción, un intento de descripción de la experiencia de la peregrinación que vosotros habéis hecho. Las cosas vividas en esta experiencia las miráis cada uno: de nuevo cada uno, con su propia mirada. En eso que me entregaron decía: «¿Con cuántas personas has podido caminar? ¿Cuántas te has encontrado? ¿Cuántas experiencias has hecho? ¿Cuántas miradas nuevas? ¿Cuántos momentos para decir "hay una promesa de vida plena delante de mí"?» Pues, resumidamente, podemos decir que una historia es una experiencia que, de algún modo, resuena en ti bien, que hace resonar aspectos de tu corazón, horizontes de tu vida, esperanzas, apertura de mente, cosas reales que tú has podido vivir y en las que piensas más o menos pero que se corresponden profundamente contigo. Lo bello, lo atractivo, se presenta cuando se da esta correspondencia, cuando notas que has hecho una experiencia de algo que es bueno que se ha dado aquí y que se corresponde con aquello que a ti te interesa de verdad. En la peregrinación habrá muchas cosas que uno desearía gritar, pero habrá también muchas cosas que uno desearía que no terminaran: momentos, dimensiones, realidades que sí se corresponden con el anhelo del corazón, que dicen algo que te hace levantar la mirada. Esto yo lo tomaría como un ejemplo real de la idea fundamental por la cual podemos decir que Dios nos ama: porque es la invitación a estar dentro de una historia, en una historia muy grande.
Decimos, entonces, que la peregrinación es un momento dentro de una historia inmensa simbolizada aquí por la persona de Santiago. En realidad, nosotros decimos que formamos parte de un río de peregrinación, de un camino enorme en el que Santiago estaba en los inicios. Él, que fue una persona real, hizo realmente un camino: conoció a aquellas personas que provocaron una historia completamente nueva en su vida, que lo hicieron ser apóstol, que le animaron a venir al fin del mundo, a estas tierras, donde generó una historia. Aquí vino Santiago y predicó; es verdad que le costó muchísimo porque nadie le hacía caso y, de hecho, necesitó de la ayuda de la Virgen María porque hasta, por momentos, estaba deprimido. Pero hizo una historia que acabó generando tal amistad que los que fueron con él a Jerusalén a conocer la ciudad y a otros que allí vivían, cuando lo mataron, esos no lo dejaron sino que trajeron aquí su cuerpo mostrando que estamos unidos para la vida y para la muerte.
Así Santiago es una historia. Es el apóstol que trajo esta realidad nueva hasta aquí, esta amistad que viene de Jesús. Es una realidad, una historia, que tiene un origen diverso y nuevo en Jesús y una continuación por los países, por los caminos de este mundo, a través de personas, de rostros, de discípulos, de apóstoles. A partir de ahí nosotros diremos que entramos en esta historia porque tenemos motivos para decirlo: el verdadero motivo es conocer y entender de dónde surge todo este caminar y toda esta percepción de esta realidad renovada: de Jesús. De manera que nosotros, sin el apóstol Santiago, no estaríamos aquí. Pero sin Jesús no habría estado el apóstol, no habría nada y estaríamos en la posición primera. Es, por tanto, una historia que nace de Jesús, que es el Hijo de Dios que trae una novedad radical. Y esta historia está viva: es la historia de Aquel que ha vencido al mal y a la muerte y ha restablecido una relación con Dios. Y esta es la lógica interna de nuestra fe y la catequesis es decirla y pensarla: sin la figura de Jesús y si no estuviera vivo, nuestra fe carecería de sentido. Jesús podría haber dicho muchas cosas, y las dijo muy inteligentes, pero si estuviese muerto nosotros cogeríamos las ideas e intentaríamos discutirlas y tomaríamos decisiones morales nuestras vidas pero no diríamos «hay uno que me ama y cambia la historia»; no podrías decirlo. Y es que si Jesús no esta vivo hoy, en mi historia, yo no puedo decir razonablemente que soy amado de Dios. Sería un iluso si yo no puedo decir razonablemente «a mí me aman hoy»; ¿de qué me sirve decir que Dios es amor si no me ama a mí hoy? Está bien pero no cambiaría nada.
La historia a la que pertenecemos tiene que ser algo real, no puede haberse terminado el día en que Jesús se murió. Y si no fuera posible que nosotros participásemos de esta misma experiencia que Jesús trajo al mundo, entonces es que se acabó aquella época y nosotros no podemos decir con propiedad que somos amados. Pero lo cierto es que esa historia no se acabó y los apóstoles son la prueba viva de que continúa porque para ellos sí que se habían acabado la magnífica historia de Jesús. Otros habían decidido que se acabase según el famoso principio, que casi es impropio decir aquí, «muerto el perro, se acabó la rabia». Y es que «Jesús molesta mucho, lo matamos y se acabó», pensaron. Eso es muy propio en nuestro mundo. ¿Hay muchos problemas? Pues tiras el misil correspondiente y se acabó. Por lo tanto, el apóstol es aquel que pensó que se había acabado y se encontró con que no, con que Jesús estaba vivo, había resucitado y era verdad todo lo que había hecho. Entonces, desde las palabras que dijo hasta el gesto de la Última Cena con la institución de la Eucaristía, siguen siendo verdad hoy, siguen cargadas de poder. Y esto es lo que los apóstoles comunican para siempre: una esperanza definitiva y una relación con un Dios que te ha amado tanto que mandó a su Hijo al mundo; tanto como para morir en la cruz por nosotros; tanto como para querer resucitar. Así, con él, nuestra humanidad llega a su meta que es la que vemos en Jesús: no quedar en el polvo de la tierra sino llegar a la vida en una plenitud total.
Sin la figura de Jesús, sin su historia, no sin sus palabras o mensajes sino sin su historia real, no hay nada. Si nosotros no podemos participar de esta historia, no hay nada. Y si esta historia existe, es la historia de Aquel que los ha amado. Y tiene que ser una historia donde hay hospitalidad, donde hay acogida, donde yo tengo que encontrar aquello que se corresponde conmigo, donde yo, como decía vuestro compañero, sé que tengo un sitio, una casa en la que todos estamos unidos. Y vivimos de esta certeza, de este amor presente.
Es este el centro que permite decir «Dios nos ama». Dios nos ama porque nos ha amado realmente en medio del mundo y puedes decir «existo porque en el origen había un amor inmenso; existo porque soy amado, me han amado desde siempre porque Dios ama desde siempre porque es eterno. Existo, por lo tanto, no por casualidad o para nada, ¡no!, existo porque he sido amado, porque soy y seré amado». Y así puedo decir, entonces, que no vivo con un horizonte de muerte porque no puedo vivir en un horizonte donde no es criterio el hecho de que Dios nos ha amado y donde, por tanto, reinaran toda otra clase de dinámicas que destruyesen la vida. Yo tengo que construir de otra manera, haciendo presente otras cosas en este mundo.
Lo que Jesús significó y lo que Él pensó y estaba en el centro de su misión nos lo dijo en la oración que Él mismo nos enseñó: el Padre Nuestro. Así, cuando tú dices el Padre Nuestro estás repercutiendo lo mismo que sonaba en el Corazón de Jesús, sólo que la mitad de las veces no nos enteramos de lo que decimos y habría que explicarlo. Por ejemplo: Cuando decimos «Venga a nosotros tu Reino» no hablamos de cualquier reino sino del Reino del Padre. Desde el primer momento el hombre se había dicho a sí mismo: «el verdadero Rey del mundo soy yo y no hay nada más y aquí el gobierno de todo el mundo es mío y la historia, la vida, las naciones». En cambio, Dios quería para nosotros su reino y que éste fuese en colaboración con el hombre, fuese aquel en el que la libertad del hombre creciese hasta la gloria plena. Pero nosotros decimos: «No. El horizonte es la muerte. Reinamos aquí y nosotros podemos vivir en este mundo construyendo un reino que esté marcado por la injusticia, por la violencia, por la mentira, por la desilusión, por el desengaño, por la falta de amor, por las mil formas del pecado y de la muerte.» Cuando Nuestro Señor reza y dice «venga a nosotros tu Reino» está asegurando que el hombre que le recibe construye un reino bueno. Y también que la obra no se hace sin ti, sin cada uno de nosotros, porque eso sucede si yo quiero ya que mi libertad actúa porque Dios quiere la obra de mi persona. Por lo tanto, pedir que venga su Reino es afirmar que mi vocación, el horizonte de vida, es otra y yo no puedo reducirme a simplemente vivir.
Otro brevísimo comentario sobre el Padre Nuestro: «Hágase tu voluntad», que Jesús repitió luego en el huerto de Getsemaní. Él lo dijo porque sólo quería la voluntad del Padre; amaba tanto al Padre que sólo deseaba agradarle y no le hubiera gustado nada con lo que el Padre no estuviese de acuerdo. Como si tú amases a una mujer hasta la última fibra de tu ser y sólo aceptases hacer únicamente aquello que a ella le gustase y todo lo harías de acuerdo con ella. Bien, pues cuando Jesús dice «hágase tu voluntad» está diciendo «hágase tu voluntad que es más grande que la mía, que me lleva por un camino que está muy oscuro, que me hace dar pasos que tengo que dar, que me hace enfrentarme a una tarea absolutamente inmensa como es la de todos mis hermanos; y yo, solo, nunca asumiría la tarea de cuidar de todos mis hermanos, de sufrir por todos mis hermanos, de pagar por todos mis hermanos. Pero que se haga tu voluntad y tu voluntad me hace capaz de hacer lo que yo no conseguiría solo».
Así, en el Padre Nuestro está como resumida la manera de pensar de Jesús. Jesús era así y no quería mirar a nadie sino a la luz del Padre. ¿Por qué? Porque no quería mirar a nadie más pequeño. Y «a la luz del Padre» quiere decir como te ve el Padre, como ve el Padre tu destino, como te ve a ti. Si el Padre te ve grande, libre, fecundo, inmenso, feliz… yo también. Todo lo que el Padre Eterno ve cuando piensa en ti. Y Jesús no quiere verte de modo diverso; y nosotros no deberíamos de ver de modo diverso a nadie. Nosotros deberíamos mirar a una persona y pensar: «Yo quiero su bien y su bien es inmenso, no es lo que yo diga. Si yo quiero a esta persona de verdad tengo que querer su bien, que cumpla su destino, que llegue a toda su grandeza y yo no soy la medida. Yo puedo ser la persona que está a su lado y ser su compañía, querida por Dios, e incluso puedo ser la ayuda imprescindible en la historia. Yo puedo ser muchísimas cosas, pero él tiene un destino que no lo que mido yo, no lo puedo determinar porque es más grande. Y el padre con los hijos y el esposo con la esposa. Tú no eres yo y tu bien no es lo que a mí me cuadre, lo que yo diga o yo quiera, no.»
Así vivió Jesús y nosotros nacemos de esta historia y de la percepción de que efectivamente Dios es amor. Esta es una verdad tan grande que da para pensar muchísimo más de una mínima catequesis. Por eso quiero terminar diciendo y repitiendo lo del inicio: Nosotros queremos decir estas cosas que son tan importantes con todo realismo; queremos poder decirlas sobre la base de una experiencia de la realidad y eso quiere decir sobre la base de una historia que no es sólo la naturaleza sino que tiene un punto más que se ha generado porque Dios ha querido amarnos, ha querido realizarlo, lo ha hecho su Hijo, nos lo ha anunciado y nos invita a esa historia a la que invita a todos. Por eso, este es el horizonte de la tradición de la peregrinación, y es el horizonte de la vida cristiana: la pertenencia a una historia grande. Sin esta pertenencia, que es la pertenencia a la Iglesia, la vida no se sostiene. Es una pertenencia en la cual tú sabes de Jesús que es el hijo de Dios y, por tanto, sigue resonando su Palabra, sigue estando la Eucaristía en el centro. Sin esto, nada se sostiene. Nosotros necesitamos llegar a Santiago, necesitamos a alguien que nos invite a una peregrinación, quien nos acompañe en la vida, quien nos dé testimonio de un amor de Dios verdadero, quien nos enseñe, quien nos hable. Tenemos mil necesidades pero nada sería real si en el fondo no está la realidad de Jesús. Y esto quiere decir que el misterio de su presencia y la potencia de su Palabra están aquí, dentro, en el corazón latiente de la Iglesia. Y luego la vida nos lleva de mil maneras por esta historia tan grande, en una casa muy grande en la que hay muchísima riqueza.
En esta historia se nos seguirá hablando del amor de Dios y lo seguiremos viendo como el horizonte para entender nuestra propia persona, para entender la vida y entender la lucha de la historia porque en la historia hay una la lucha. Cuando dices «venga tu reino» estás hablando de una cierta lucha porque significa que no puedes aceptar otras cosas. Si en realidad Dios nos ama, en la historia estaremos llamados a construir otras cosas, a amar, a hacer y a dar testimonio de estas verdades de la fe que determinan después la vida entera.
Yo quisiera animaros a continuar con este camino iniciado y a seguir en compañía. Continuad con esta peregrinación tan bonita sabiendo que es necesario seguir con la memoria de que el Señor ha venido al mundo y nos ama. Guardemos todos esta mirada buena en nuestro interior, en nuestra inteligencia. Pidamos porque no hay que tener miedo de hablar con Dios y de pedir. Si tú crees que Dios existe, que te ama, que el Señor ha venido a este mundo, es normal pedir. Si crees que tu historia no es casual, que toda esa historia y las cosas suceden dentro de un destino bueno, entonces hay que pedir. Y seguir en compañía agradeciendo las formas concretas con las que el Señor nos invita, nos llama y nos acompaña. Las formas concretas van cambiando con la vida, pero son imprescindibles. Lo que Dios pide puede ser latoso pero no es imposible, se puede hacer, es a la medida de cada uno; la promesa es a la medida de Dios. Así es el camino de la Iglesia: Las formas son concretas, a veces sencillas, pero la promesa es inmensa: la promesa de la compañía del Señor que puede hacer infinitamente fecundo el camino de la vida.
Gracias por vuestra atención.
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