¿Quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor?
Estas palabras de Isabel, madre de San Juan Bautista, resuenan hoy aquí de manera muy especial. También para nosotros se ha hecho realidad de alguna manera la narración evangélica: María se levantó y se puso en camino hacia la montaña, vino un día de S. Juan a visitar a los suyos en esta montaña, como una madre a sus niños, sin refugio y temerosos ante la tempestad.
Y, como entonces a Isabel, su presencia nos habló de Dios, de su Hijo, que había cumplido ya la obra de la redención y en quién nos pedía confiar: haced la señal de la cruz. Nos recordaba así a Jesús el Señor, su muerte y su resurrección, la victoria conseguida en nuestro favor, la esperanza y el consuelo que se encuentran en Él.
Es la misma Virgen María que fue a casa de Zacarías, pero ya con la vida cumplida, con toda su historia, Madre de Dios convertida en Madre nuestra al pie de la cruz. Ella proclama de nuevo, para nosotros, la obras grandes del Señor, nos habla de una gracia inmensa, que vence todo mal y sostiene en toda tempestad; pero adquirida a caro precio, el de la sangre del Hijo querido, el de la entrega y el sacrificio también de todo su corazón de madre, atravesado por la espada del dolor y de la angustia. No es una gracia barata, no son consuelos y palabras fáciles, tras las que esconderse ante la dureza del sufrimiento o la oscuridad del pecado y de la muerte. Es una gracia lograda por un corazón vencedor en la batalla, es fruto de la cruz.
Por eso, como dice Pío XII, la Virgen María, Madre de Dios y madre nuestra, reina en todo el mundo con maternal corazón (Ad caeli reginam). Es decir, con su corazón inmaculado, que permaneció lleno de gracia siempre, desde los gozos del nacimiento a los misterios dolorosos de la pasión y de la cruz, y en la alegría colmada de la victoria de su Hijo, viendo cómo Él, resucitado y glorioso, comparte con sus hermanos su amor triunfante sobre el mal y la muerte.
Jesús, a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, no tiene mejor y más elocuente reflejo que el corazón de la Virgen María. Ante ella comprendemos mejor al Señor: la victoria de la cruz, del Hijo de Dios e hijo del hombre, no es la de un amor poco humano, sino totalmente acorde con la verdad de nuestro corazón, salvándolo y potenciándolo sin límites y para siempre. Y esto lo realiza Él en primer lugar en la Virgen, en aquella que es ante todo y para siempre su Madre. Por eso hoy nosotros reconocemos : el maternal corazón de Santa María, glorificado por Cristo, reina en el mundo; no es reina de cielos y tierra ninguna otra persona humana, ningún otro corazón.
Ella, sin embargo, nos repite: haced la señal de la cruz. Desea con toda el alma que no confundamos la grandeza del don, la largueza de la misericordia, con algo de poco valor. Porque es de caro precio, ha costado todo el corazón, la entrega y el sacrificio de toda la vida. La Virgen Santísima reina, vencedora, al lado de su Hijo, con corazón maternal, reflejo único de la misericordia de Dios, conocedora de la debilidad y los sufrimientos del hombre, del peso de las muchas cruces de la vida.
Coronando hoy solemnemente esta imagen de la Virgen, nuestro pueblo proclama su fe y su agradecimiento. Reconocemos en primer lugar que éste es el verdadero reinado, éste el verdadero poder, que se abaja hasta el pobre y el humilde, el caído por el peso de su pecado, y que es capaz de sanar y levantar al desvalido, al necesitado, al derrotado por el mal.
Y damos gracias de corazón, porque la Santísima Virgen María ha hecho brillar aquí la victoria del amor divino. ¡Cuántas personas, cuántas penas, cuántas esperanzas han encontrado aquí respuesta y consuelo! ¡Cuántos se han sentido hijos queridos, se han sabido conocidos y amados por el Señor y por su Madre, han podido encontrar y vivir la fe! ¡En cuántas casas y familias habrá entrado un soplo de paz, de bien, por gracias recibidas por mediación de la Virgen María aquí en O Corpiño!
De esto nos habla la coronación hoy de esta imagen: del misterio de tantísimos corazones agradecidos, confiados, sabedores del abajamiento admirable del Amor de Dios, reconocido en la venida de la Virgen a este lugar: ¿Quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor?
El acto que hoy realizamos es fruto de la devoción y del querer de todo un pueblo creyente. Tantísimos lo han hecho posible, de muchas maneras, colaborando en mil modos hasta hoy mismo; pero sobre todo queriendo, deseando honrar a la Madre del Señor, guardando vivo el afecto por ella a través de los días y de los años, y queriendo dar gracias a Dios por el don tan especial de ofrecernos como madre nuestra a la suya propia, para que sea vida, dulzura y esperanza nuestra en este valle tantas veces de lágrimas.
Todo en esta corona es fruto del corazón de los fieles. Sabemos que, como decía San Pedro, nuestra fe es más preciosa que el oro, que se aquilata a fuego. Pues cada grano de oro donado en cada medalla o pendiente o joya familiar, es una gota de fe verdadera, aquilatada muchas veces también al fuego de la paciencia y el sufrimiento, y más valiosa que todas las riquezas materiales.
Como la fe es más preciosa que el oro, así la gracia de Dios y la presencia de la Virgen es más preciosa que todas las coronas. Que ésta sea sólo expresión de agradecimiento y de amor filial, testimonio dado pobremente con nuestros medios de la grandeza y de la belleza de la Virgen María, exaltada por Dios como reina de cielos y tierra, amada infinitamente por Él, que fue acogido por Ella de todo corazón cuando niño, y acompañado por Ella siempre, hasta la cruz y en la soledad de aquel único Sábado Santo, hasta que pudo volver a visitarla, lleno de vida inmortal, vencedor sobre todas las tempestades y el mal del mundo.
Contemplando la corona que recibe hoy su imagen, no olvidemos nunca que todo el esplendor, la belleza y la gloria de la Virgen brotan de su corazón lleno de gracia, y pidámosle siempre que vuelva a nosotros su rostro y su mirada materna. Y recordando sus palabras, dichas aquí a quienes son o pueden hacerse como niños, no separemos nunca la vida y la gloria de las armas victoriosas de la cruz.
Santa María, nuestra Señora de O Corpiño, ruega por nosotros.
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo