La Cuaresma nos remite a los cuarenta días en que Jesucristo, impulsado por el Espíritu, se retira al desierto tras ser bautizado por Juan. Esta soledad no es aislamiento sino intimidad con el Padre. Esto es la oración, el diálogo filial con el Padre.
Jesús se retiraba a orar, unas veces solo (cf. Mc 6,46; Mt 14,23) y otras acompañado por algún discípulo (cf. Lc 9,28; 22,41). A veces pasaba la noche en oración alejado de las multitudes que le buscaban (cf. Lc 6,12). Y siempre consultaba con su Padre antes de tomar decisiones o de hacer gestos importantes en su misión. Por eso no es de extrañar que «una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”» (Lc 11,1). Y Cristo les desvela lo que hay en su corazón: «Cuando oréis, decid: “Padre”» (Lc 11,2). La oración es un encuentro personal con Cristo, que nos conduce al Padre.
Muchos se preguntan cómo rezar o qué técnicas emplear y, quizás por ello, llama la atención que Jesús no diera muchas instrucciones sobre esto. Para Él es más importante la sencillez exterior y la sinceridad interior.
Esta es la clave para entender las breves indicaciones del Señor a los discípulos sobre cómo orar que encontramos en los textos evangélicos: no se puede separar la vida y la oración (cf. Mt 7, 21); por eso, para presentar la ofrenda en el altar, es necesario estar en paz con los hermanos (cf. Mt 5, 23-25); la oración que nace del amor de Dios incluye pedir por los perseguidores (cf. Mt 5, 44); para orar en lo secreto, donde solo el Padre lo ve, no se necesitan muchas palabras (cf. Mt 6, 6-8); pedir perdón a Dios exige perdonar desde el fondo del corazón a los enemigos (cf. Mt 6, 14-15); para que la oración sea eficaz, hay que confiar en que ya se ha recibido lo que se ha pedido (cf. Mc 11, 24); es necesario orar siempre sin cansarse (cf. Lc 11, 5-13; 18, 1); la oración que llega a Dios nace de un corazón humilde (cf. Lc 18, 9-14); el cristiano reza en el Nombre de Jesús (cf. Jn 14, 13-14).
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La oración es el lugar privilegiado para mantener la esperanza y crecer en ella incluso en aquellas situaciones en las que humanamente parece que no hay motivos para seguir esperando. En esos momentos, la oración nos da la certeza de que no estamos solos, de que somos escuchados, de que hay una Esperanza absoluta, aunque no se realicen muchas de las esperanzas concretas y parciales que jalonan nuestra vida. Necesitamos orar para centrarnos en la verdadera meta de la esperanza, para perseverar en ella y disponernos a acoger el don de Dios.
Maria José Campo