Transcripción de la homilía pronunciada por el Obispo de Lugo, monseñor Alfonso Carrasco, en la Misa de la fiesta de San Juan de Ávila, patrón del clero español, celebrada en el Seminario Diocesano Conciliar de nuestra Diócesis el día 10 de mayo de 2023.
Queridos hermanos:
Celebramos este día de fiesta en el cual se hace memoria del sacerdocio, que está en el corazón de la Iglesia, de las Iglesias particulares, desde el origen; y también del nuestro en concreto.
Vivimos en esta inmensa tradición que viene desde los Apóstoles, que viene desde Nuestro Señor. Escuchábamos hoy al Apóstol Pablo decir «la Palabra de Dios que vosotros no habéis aceptado la anunciaremos a los paganos». Pues nosotros estamos en esa tradición: éramos paganos. Aquí no vino el Apóstol Pablo, quizás Santiago, pero es la misma Palabra de Dios. La Palabra que contiene muchas cosas, como luego nos dice el Evangelio, pero, en primer lugar y ante todo, es una palabra que habla de la fidelidad de Dios.
Dios es fiel. Es fiel a su obra y también ha sido fiel a su promesa. Él se ha comprometido. Él hizo una promesa y la mantendrá: le hizo una promesa a David y la mantendrá; le hizo una promesa al pueblo de Israel y la mantendrá. Él es fiel. Completamente. La fidelidad de Dios se mantiene con el hombre que no cree en Él muchas veces y que, desde el inicio, desde el paraíso terrenal, fue desleal. Nosotros somos pecadores, con frecuencia, desleales; Dios es fiel. El Señor valora, el Señor juzga, Él sabe sopesar las obras de los hombres. Nosotros no lo intentamos siquiera, sino que pedimos perdón cada uno por sus pecados y nos alegramos del misterio de la misericordia y de la fidelidad. La Palabra de Dios es, en primer lugar, una palabra de fidelidad. Y esa palabra de fidelidad se realizó en Jesús para siempre. La palabra de Dios ha sido su entrega en la Cruz, su venir al mundo, su hacerse hombre y hermano nuestro.
Nosotros debemos mostrar ese amor, ese inmenso amor de Dios al hombre. Un amor que nosotros, por nosotros mismos, no tenemos. Ese amor que se ve bien en las dificultades de la propia vida. Nosotros tenemos que mostrar ese amor que el Señor tiene y que le mueve a hacerse hombre como nosotros, a morir por nosotros, a desvelar la verdad de las cosas.
En el misterio de la vida sacerdotal está, antes de nada, un reconocimiento: el reconocimiento de una vocación, el reconocimiento de una presencia que llama, que nos llama, que ha venido a nuestro encuentro. Y si nosotros olvidásemos el amor del Señor no podríamos cumplir nuestra misión adecuadamente; no lo haríamos bien. Si olvidásemos esta fidelidad de Dios… Sí, celebraremos la Eucaristía pero nos olvidaríamos de que en el centro está la maravilla del amor del Señor que se nos da. Y, ¿qué es lo que en realidad celebraríamos si perdiésemos este sentido del reconocimiento y de la gratitud? Predicaríamos mal porque predicaríamos otras cosas, no la Palabra de Dios que se ha hecho carne y que ha dado su propia carne por la vida del mundo. Predicaríamos cosas que no serían para el bien de las personas, ni para la salvación de los hombres, ni para nuestra vocación. Por eso para que «la sal no se vuelva sosa» tenemos que guardar memoria de la vocación, del amor inmenso y reconocer esta presencia de Dios que ha acompañado al pueblo de Israel, que ha acompañado a la humanidad, que ha acompañado nuestra vida. Esta memoria la necesitamos hoy y la celebramos volviendo la mirada al amor de Dios.
El Evangelio decía «sois la luz del mundo». Este anuncio es un anuncio necesario para que la vida tenga sentido y que las personas puedan abrazar su existencia. Para que se ilumine el camino de la vida que no se ilumina sin Dios. Porque sin ese sentido no se coloca cada cosa en su sitio, no ves el valor de las acciones, no ves el valor de tu existencia ni el valor de los demás, no ves bien porque no hay luz suficiente. Cuando no está esta presencia divina que irradia verdad, no ves. Y debemos tener conciencia de ello, nosotros que estamos llamados a esta misión.
Todos los sacerdotes nos encontramos con una objeción constante a nuestro alrededor. Todos los que están en la pastoral de cada día se enfrentan constantemente con una objeción que dice que no es verdad que sea necesario Dios para vivir porque la vida es otra cosa a la que le bastan las leyes de este mundo. Pero esto no es verdad: No se entiende la vida sin Dios. No es el horizonte de este mundo el horizonte de la vida de nadie. Y es que no valorarías la dignidad de nadie si no hubiese un horizonte más grande, una dignidad trascendente. Nosotros tenemos que mantener claramente esta verdad porque somos llamados a ser luz en este mundo.
Resulta urgente precisamente porque la negación de Dios en este sentido es muy antigua, pero también nueva. No necesitamos de Dios para vivir, dicen, pero no hay luz suficiente para vivir si la del Señor no está presente.
Nosotros, si escondemos al Señor no hacemos un favor, no amamos. Si amas, ¿evitas ayudar a ver dónde se equivoca aquel a quien amas? ¿No le ayudas a corregir? ¿No le dices cómo están las cosas? Tú, a quien no te importa, no le dices nada y si se equivoca, allá él; pero si le quieres te importa. Si nosotros despreciamos la verdad de las cosas estamos haciendo un gesto de indiferencia para con nuestra gente; y los fieles lo ven. También si cuidamos las cosas, si nos importan ellos, si atendemos a decir la verdad de las cosas fundamentales y la verdad de lo que forman parte de la vida de cada día, lo ven.
Este afecto cotidiano forma parte de nuestra misión y es una forma de explicitar la verdad profunda del amor de Dios que nosotros estamos anunciando. No es posible anunciarlo si luego no lo cuidas en la realidad, si luego te parece que cualquier cosa vale, que cualquier ley es importante. Chocamos muchas veces con la resistencia; ahora, por ejemplo, acaban de hacer sentenciar, como todos sabemos, en el Tribunal Constitucional, diciendo cosas como que el aborto es un derecho. No es un derecho el aborto sino es un mal intrínseco. ¿Entonces nosotros qué vamos a decir? La verdad; tenemos que decir la verdad; tenemos que pensar en nuestros fieles y decir la verdad, decirla bien, pero decirla. Por ese amor verdadero no podemos callar. ¿Qué bien le haríamos a nadie si no le dijésemos que abortar es hacer un daño y no ejercer un derecho? Pero decir esto hoy es un problema porque la sociedad, del mismo modo que te dice que Dios no influye en la vida, te dice que hagas el favor de no criticar nada de lo que las leyes o los poderes públicos están afirmando. Y nosotros no queremos callar; no vamos a hacer ninguna guerra porque no somos ningún ejército pero tenemos que decir la verdad.
Vemos entonces que la misión del sacerdote tiene mucho bueno porque está sobre la base de un don muy grande y nosotros no dependemos de la aprobación de nadie, de que nos aplaude el mundo. Nosotros hemos creído, hemos dicho que sí un día ante el Señor, de corazón. Y no buscamos la gloria que nos dan algunos o que nos podamos dar unos a otros. Nosotros deseamos gozar de la gloria del Señor que hemos empezado a gustar con nuestra vocación. No tenemos urgencias de otras glorias sino deseo de que el amor inicial se haga pleno, perfecto, y que la vida llegue cumplimiento. Esta certeza es lo que nos debe dar tranquilidad y paz a la hora de cumplir nuestra misión. No necesitamos aplausos, deseamos poder hablar y que nos escuchan, claro, pero no buscamos los aplausos porque no los necesitamos.
Ahora vamos a celebrar esta Santa Misa y a pedir a nuestro patrón, San Juan de Ávila, que interceda por nosotros. Y pedirle al Señor que mande obreros a su mies, obreros mejores incluso que nosotros. Obreros corazón que amen de todo corazón, que conozcan el amor de Dios, que estén llenos de alegría, que quieran de verdad servir a su rebaño, cuidarlo. Pidamos hoy al Señor que mande obreros a su mies, que los mande muy buenos y que sean para toda la Diócesis apoyo y sostén.
Y pidamos los unos por los otros porque el Señor nos ha puesto aquí, nos ha llamado a nosotros, nos ha hecho hermanos, nos ha puesto juntos. Sí, nos ha llamado nosotros y ha confiado en nosotros y ahora nosotros tenemos que confiar en Él. Él ha dicho: ‘tú puedes, yo estoy aquí, contigo’. Y nosotros no tenemos que hacer mucho sino decir ‘aquí estoy, Tú me has enviado, confío’. Y acompañarnos como hermanos, pedir los unos por los otros, ayudarnos los unos a los otros.
Y pidamos también por aquellos que hoy no están aquí porque están enfermos o tienen un problema. Hay sacerdotes enfermos, todos lo sabemos; no los olvidemos y pidamos por ellos para que reciban también la gracia de este día. Y encomendemos a aquellos que han fallecido desde el último año, desde el último San Juan de Ávila, para que el Señor les asocie al coro de los elegidos, al coro de los Apóstoles y de los sucesores de los Apóstoles con los cuales sería una gracia grande merecer estar. Qué un día nosotros merezcamos también estar en tan buena compañía.