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HOMILÍA DOMINGO DE PASCUA

Lo último del obispo


Queridos hermanos:
Celebramos este Domingo de Pascua cantando y con la música del órgano, de nuevo, que suena solemne y alegre. No nos parece demasiado, aunque en la catedral no estén presentes los fieles como siempre; porque, todos tenemos hoy el deseo de que la alegría de la Pascua reine en todos los corazones y en todas nuestras casas. Lo deseamos para cada uno: que la certeza de la Pascua llene de alegría la casa en la que vivimos, a la gente a la que queremos y a nosotros mismos.
Escuchábamos en el Evangelio el inicio de cómo se conoció el acontecimiento de la Resurrección. Vale la pena considerarlo, porque la Palabra de Dios siempre nos dice alguna verdad profunda para nosotros. En ella escuchamos hoy que Pedro y otro discípulo, que siempre se pensó que era Juan, van corriendo al sepulcro. Juan llegó el primero, quizás porque era más joven. La narración continúa contando cómo Juan deja entrar antes a Pedro, el portavoz de todos, cómo el sepulcro estaba vacío, según habían dicho las mujeres, y cómo Juan entró, «vio y creyó» (esto lo dice de él mismo, no así de Pedro). «Vio y creyó». Fue una gracia. Es como si el Señor le hubiese hecho un don, un gesto de cariño hacia él. Es curioso: Juan es el primero del que se dice «creyó», aún cuando todavía no había visto al Señor resucitado. Todos creerán después, viéndolo. Pero Juan empezó a creer enseguida. Tenía una familiaridad especial con Jesús, una cercanía de corazón con Él; recordó que Él lo había dicho, no necesitó más, creyó.
Hoy el anuncio del sepulcro vacío sigue resonando. Todos podríamos decir que sabemos de este anuncio; toda la sociedad, el mundo entero, sabe de este anuncio. Sabemos que ha resonado por todo el mundo la voz de que el sepulcro de Jesús está vacío y también la explicación de que Él ha resucitado.
Pensemos un instante: en estos tiempos de pandemia, si te llegase esta noticia, ¿no te interesaría? Si alguien te dijese: «parece ser que el sepulcro estaba vacío, no porque se hubieran llevado el cuerpo, sino porque de verdad ha resucitado». Si alguien afirmase: «una persona ha vencido, no sólo al coronavirus y ha salido del hospital (que nos da una gran alegría), no sólo un ser querido nuestro ha vencido a la enfermedad, se ha recuperado (que nos llena de emoción el corazón), sino que ¡ha salido del sepulcro!»; si nuestra sociedad, si nosotros obedeciésemos a las indicaciones elementales del corazón y de la razón, iríamos a mirar, nos preocuparíamos, nos diríamos «¿será verdad?». Porque razones para decir desde el principio «no puede ser verdad de ninguna manera», no tenemos. Quizás tengamos prejuicios, pero no razones. Hoy, que vemos lo que significa el morir tan de cerca, que te digan «ha sucedido, en tal momento, en tal lugar, en tal sepulcro, con tal persona concreta, ha salido del sepulcro, está vacío y por más que busques no encontrarás ni huesos, ni cadáver, ni nada», interpela profundamente. Para nuestra sociedad, ¿habrá noticia mejor? ¿Habrá noticia más significativa y más grande?
Claro que falta sacar conclusiones, entender qué significaba aquello. Como hizo Juan, que «vio y creyó». Pero nosotros, la mayoría de las veces, no vamos a hacer así. Si somos como Pedro, ya está bien. Llegaremos, miraremos y no entenderemos; diremos «bueno, quién sabe qué pasará aquí». Juan, que tenía ya una familiaridad honda, vio y creyó, 

entendió; fue una gracia de Dios. ¿No recibiremos nosotros una gracia para entender hoy? Pues sí. ¿Y de qué manera?
Las lecturas narraban que Jesús se apareció, no sólo resucitó y se marchó; resucitó para nosotros, y quería ayudarnos a entender. Se apareció trayendo la paz; sus primeras palabras fueron «paz a vosotros», contará otro pasaje del Evangelio. Esto no sólo era el saludo habitual, sino que era una profunda verdad. «Paz a vuestros corazones, paz a vosotros que me dejasteis solo en la cruz. Paz a vosotros que no sabíais ya si creer en mis palabras o no; que realmente no confiabais ya. Paz a vosotros, no os preocupéis, aquí estoy.» Jesús consolaba así los corazones doloridos, sanando del pecado, recuperando los amigos, relanzando el camino de la vida, con una esperanza nueva.

¿Por qué se le apareció a los suyos y no a todos? Porque no se podía aparecer a todos, porque tenía que responder el corazón de la persona con fe. Y esta respuesta del corazón la podían dar los amigos; los enemigos, si lo viesen, repetirían lo mismo de antes: «este es un actor y esto suyo, un engaño». Para multiplicar el mal, no tenía sentido aparecerse. Ni tampoco lo tenía para aparecerse glorioso y aplastar a aquellos que no lo habían entendido. Jesús quería el bien, siempre quiere nuestro bien. El Señor no quiere nuestra muerte, sino nuestra vida; no quiere castigar al pecador, sino que se convierta y viva. El Señor no desprecia el corazón de nadie, ni del último de los pecadores, porque murió por nosotros; sino que desea sanarlo, abrazarlo, hacerlo amigo, acercarlo. La victoria del Señor es nuestro éxito, nuestra vida, es el esplendor de nuestra persona, de nuestro corazón, es la gloria nuestra: esa es la gloria suya. Él quiere llevarnos a la gloria; por eso no podía aparecerse y machacar a sus enemigos, no habría sido Él.

El Señor nos dejó un signo a través de la comunión, de la renovación de la amistad de todos sus amigos, de la esperanza infinita que daba explicación de los hechos. Y desde entonces es así: los suyos, los que habían sido restaurados en su corazón, los que habían recobrado la paz, todas las esperanzas, los que podían vivir unidos y amarse unos a otros, serían la palabra justa para entender el signo del sepulcro vacío, de la Resurrección. Así hasta hoy.

Los cristianos, la palabra de la Iglesia te dice por qué está vacío el sepulcro, que lo estaba. Y la vida de la Iglesia te lo puede hacer creíble: por Ella puede venir la gracia, para que todos podamos decir «es verdad», ya hay Alguien que ha salido del sepulcro, el primero de todos. La vida de los cristianos nos dice qué trajo como regalo el que salió del sepulcro. Cuando el Señor resucitó nos dijo cuánto amor había por nuestro corazón, pero también qué dignidad puede tener nuestra vida, qué dignidad la de nuestro corazón, qué dignidad tiene el rostro de cada uno, mirado por Dios desde toda la eternidad, qué grandeza pueden tener nuestros gestos, qué dignidad nuestras palabras, cómo es posible renovar el mundo, vivir de otra manera, no sólo cumpliendo los mínimos de la ley de Dios: «no robarás, no matarás, no mentirás»; sino muchísimo más: «amar como Él ha amado».

El esplendor de la humanidad que el Señor resucitado hace posible en los suyos será el testimonio que nos diga «es cierto, el sepulcro está vacío, porque ha resucitado el Señor, porque su cuerpo y su alma están resucitadas»; que nos haga entender que la persona está destinada a la vida y ya puede vivir ahora la esperanza de que será definitiva, será plena y eterna.

Que el Señor nos dé vivir según su Espíritu, según este Espíritu capaz de resucitar hasta el cuerpo de una persona difunta. Que Él nos dé vivir este amor, que nos dé vivir con este Espíritu, para que un día nuestro corazón limpio de pecado pueda saludar, dar gracias, honrar, abrazar a todos los seres queridos en la Patria, en la gloria del Cielo.

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