Excmo. Sr. Oferente,
Queridos hermanos en el Episcopado,
Emmo. Card. Arzobispo de Madrid, Presidente de la CEE
Ilmo. Cabildo Catedral
Queridos hermanos sacerdotes y miembros de institutos de vida consagrada
Excmas. e Ilmas. Autoridades,
Queridas hermanas y hermanos en el Señor,
Desde los inicios mismos de la fe cristiana, percibieron los creyentes el esplendor de la presencia de Aquel que había venido al mundo naciendo del seno de la Virgen María, concebido por obra del Espíritu Santo. La amaron y la defendieron contra las objeciones y las especulaciones de poderosos e intelectuales que, aunque cristianos, pensaban según la sabiduría del mundo de su época, sometían la fe a lo que les parecían exigencias irrenunciables de la gran filosofía griega.
Pero la fe sencilla supo siempre salvaguardar, ya desde aquella gran crisis arriana, lo más esencial: en Jesús es Dios mismo, es el Hijo de Dios quien nos ha amado, se ha hecho nuestro igual y ha dado su vida en la cruz para salvarnos. Más tarde, en contexto diverso, propondrá San Agustín esta misma inteligencia de la fe, advirtiendo: este es el horrible y oculto veneno de vuestro error, que pretendeis hacer consistir la gracia de Cristo en su ejemplo, y no en el don de su Persona1.
La encarnación del Hijo, el don de su Persona es la perla preciosa, la sabiduría escondida desde el principio de los siglos en Dios2 y revelada ahora para nuestra gloria. En Jesús están encerrados todos los tesoros3: la gratuidad, el amor, el sacrificio, la comunión, las arras de la vida eterna. Con su Presencia nos vienen todos los dones; pues El que no reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?4.
Esta fe esencial, revelada por el Padre a los pequeños y escondida a los sabios y entendidos5, permanecerá siempre en la historia. Y será siempre defendida por los fieles. Esto es verdad de forma particular en Lugo, donde, desde que conservamos memoria, el ímpetu del corazón busca defender quién es Jesús y el misterio inmenso del don de su Persona, que Él hizo explícito y perenne en la Última Cena. Nuestra Catedral Basílica, por providencia divina, es como un monumento a esta fe sencilla, que sólo sabe abandonarse y que sólo quiere adorar al Dios que es el “Amor de los Amores”, a Jesús Sacramentado.
La presencia del Señor, que está con nosotros todos los días y que contemplamos en el Santísimo Sacramento, ilumina toda nuestra humanidad, renovándonos con un aliento de verdad y de amor. Ante Él, lo mejor de nosotros mismos florece: el afecto por nuestros seres queridos, la certeza del destino bueno de la propia vida y el amor a los hermanos. También el sentido de la justicia, el respeto ante la dignidad y los bienes fundamentales del prójimo, se salvan y fortalecen así; pues las tentaciones del egoísmo, de la deshonestidad y la indiferencia, quedan vencidas una y otra vez cuando se está cerca de Cristo en la Eucaristía.
En estos días, en que la cercanía y la atención al que sufre y al necesitado es una urgencia evidente en nuestra sociedad, necesitamos de nuevo algo más que un ejemplo o que una simple enseñanza sobre nuestros deberes. Necesitamos la presencia amiga de Áquel que, entregándose por nosotros, nos ha testimoniado el amor más grande, despertando nuestro ser a una fe y a una esperanza viva en Dios. Necesitamos renovar cada día nuestra mente, nuestros anhelos de verdad y de justicia, permaneciendo en comunión con Jesús, que ha querido asumir nuestra naturaleza humana, para liberarnos del mal. Brotará así siempre de nuevo el milagro de la verdadera comunión de los hermanos, en la que cada uno encuentre una mano fraterna en sus necesidades6.
El esplendor de la presencia de Cristo brilla sobre el rostro de los creyentes: Todos nosotros, con la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente7. Es una luz de fe y de esperanza, un manantial inagotable de gratuidad, de capacidad de sacrificio, de amor al prójimo, de caridad que no pasa nunca8. En su Presencia, somos, en verdad y para siempre.
Por eso, nuestra fe ve en la humildad escondida del sacramento de la Eucaristía la sabiduría y el amor más grande, el bien más sagrado, el corazón mismo del mundo. Es ciertamente una Presencia escondida, pero abierta a quien sepa valorar este Amor más que todas las riquezas del universo, y descubrir al mismo tiempo con estupor que también nuestra persona vale para El más que todas las riquezas y merece todos los sacrificios.
La fe verdadera, que percibe el esplendor profundo de esta Presencia imprescindible, ha buscado siempre expresar el propio amor en el modo de acoger y adorar este misterio. Desde los inicios de su historia, Lugo y Galicia lo han hecho en la Capilla mayor de esta Catedral. Con la Ofrenda destinada a mantener perpetuamente viva en este altar la luz de las velas, hacemos un gesto pequeño de reconocimiento y de acción de gracias a Jesús Sacramentado, a quien sólo se puede responder adecuadamente con el amor y la entrega de todo el corazón.
Admirando la belleza restaurada de esta Capilla mayor, dedicada por nuestros padres al enaltecimiento de la divina Eucaristía, recordamos que nuestro arte, en sus mejores logros y en sus materiales más valiosos, no puede realmente expresar la gloria que late en el Sacramento. Pero no podemos dejar de manifestar el afecto profundo de nuestra fe, aunque nuestros medios no se adecuen a la grandeza de su don y de su Persona. Se corresponden, en cambio, con nuestra pequeñez, con nuestro modo de ser y nuestra sensibilidad.
Así pues, con lo más bello de nuestro arte, con toda el alma, damos gracias al Dios hecho hombre; y procuramos hacer visible a nuestros propios ojos el esplendor de su Presencia, para guardar memoria viva de Él, de Jesús nuestro Señor, de modo que la luz de su gloria permanezca y brille siempre en nuestros corazones.
De todo ello es un eco vivo la tradición de la Ofrenda del Antiguo Reino de Galicia, que atraviesa los siglos.
Que esta Catedral y la ciudad de Lugo, que toda Galicia pueda conservar para siempre, por providencia divina, el privilegio inmenso de enraizar su identidad y su historia en el Misterio de la fe, escondido desde antes de los siglos y revelado por el Padre a los sencillos.
Que nuestro futuro se construya así sobre roca, sin miedo a los vientos y las tempestades de nuestra época, y rico de caridad verdadera, por la que abunde la justicia y la paz en nuestras ciudades y para nuestro pueblo.
Pedimos hoy aquí a Jesús Sacramentado la gracia de esta fidelidad y firmeza del corazón –expresada en nuestro lema: hic hoc mysterium fidei firmiter profitemur– y la de Su cercanía y protección constante, para Ud. Sr. Oferente y su familia, para Lugo, para las ciudades y pueblos del Antiguo Reino de Galicia, y para cada uno de nosotros. Que también en estos tiempos difíciles podamos gozar todos de la certeza y de la alegría de Su presencia real, del tesoro de su amistad y de su gracia, por intercesión de su Madre y nuestra Madre, la Santísima Virgen María de los Ojos Grandes.
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo