Excelentísima Sra. Oferente,
Queridos irmáns no Episcopado,
Ilustrísimo Cabido Catedral
Queridos irmáns sacerdotes e membros de institutos de vida consagrada
Excmas. e Ilmas. Autoridades,
Queridas irmás e irmáns no Señor,
Celebramos un año más la Ofrenda del Reino de Galicia al Santísimo Sacramento, continuando así una tradición que alcanza ya los 351 años. Agradezco sus palabras a la Sra. Oferente, Alcaldesa de Lugo, que ha asumido esta responsabilidad en un año tan extraordinario como este 2020, en que el mundo y también Galicia sufre las consecuencias de la pandemia provocada por el covid-19. En este lugar recobra aliento el corazón al poder dirigir juntos nuestras peticiones al Señor, recordando su presencia real entre nosotros y sus palabras: quien come de este pan, vivirá para siempre.
En el origen de este singular privilegio eucarístico, según vieja tradición, hubo una opción, un gesto de libertad también en tiempos difíciles: no bastan nuestros esfuerzos, nuestra organización o incluso una diferente disciplina personal, para superar nuestra fragilidad; ni confiaremos en el descubrimiento de sabidurías que nos harían entrar en la armonía profunda de la naturaleza para superar los miedos y dificultades de la vida. Así podían hablar algunos en los inicios de la antigua Gallaecia, cuando caía el mundo del imperio romano, lo nuevo estaba aún tomando forma y la inseguridad era grande. Y estos acentos, en formas renovadas, aún pueden resonar entre nosotros hoy, que hemos pasado estos tiempos difíciles del confinamiento, bajo la amenaza de este virus mortal.
¿No podríamos pensar que la respuesta es sencillamente mayor disciplina y organización de nuestras fuerzas, o que hemos de buscar los secretos de una nueva armonía con la naturaleza que lo solucionará todo? A pesar de haber visto cómo un virus, una fuerza natural ciega ponía en cuestión en un instante todos nuestros ritmos y formas de vida, nuestras relaciones con los demás y con nuestro entorno, podemos seguir creyendo: sólo es cuestión de tiempo para que nuestra sabiduría –más ecológica–, nuestra tecnología, nos asegure una vida armoniosa libre de todo peligro.
Pero si los antiguos podían soñar sistemas en que cada uno podía dejar atrás las limitaciones de la carne y alcanzar una vida divina, en nuestra época la esperanza del progreso sitúa siempre en el futuro el bien perfecto que deseamos.
Y ¿qué es de nosotros hoy? ¿qué es de nuestra carne sufriente, de nuestras enfermedades, de nuestros seres queridos, de tantos rostros amados?
La opción que llevó a nuestros padres a poner un signo eucarístico en el centro del Altar mayor de su Iglesia principal, fue reconocer otro camino: el del Hijo de Dios que se hizo carne, y en la carne realizó la salvación, la llevó a la gloria y a la resurrección. Entendieron que no se bastaban a sí mismos, que no era suficiente organizar bien las propias fuerzas, que la respuesta al enigma de la vida viene de un don, de un amor.
Descubrían así una dignidad singular de la propia existencia, de la propia persona. Quien no era nadie significativo para las fuerzas inmensas del universo, aquel cuyos dolores no importaban realmente, cuyos anhelos y esperanzas eran irrelevantes para el mundo, era alguien, amado definitivamente por Dios; de modo que sus actos, su corazón, su existencia, importaban, estaban ante los ojos del Señor del universo; tenía valor no a pesar, sino por su humanidad vivida en la carne, aunque fuese más débil que fuerte, más sufriente que aparentemente triunfante.
El Señor en el Altar mayor, en el centro de las miradas, es la afirmación del valor de nuestra humanidad, de la carne y de la sangre en que se realizará la salvación. Es la defensa del humilde, del que llora, del que busca la paz, del que es misericordioso y manso, del que no niega la fe del corazón, del que confía en Dios Padre. Es la victoria del humilde, del que reconoce que no puede darse la vida, que sus fuerzas no bastan para asegurarle el bien que desea para sí mismo, para su familia y para su tierra. Es la victoria de los sencillos de corazón, que reconocen la verdad manifiesta tan humanamente en Jesús de un Dios que es Padre y es Amor.
Y es, al mismo tiempo, la afirmación definitiva de la comunión: vivimos en la alegría de la unidad, de la comunidad plena de significado, que se manifiesta especialmente en el gesto de la Eucaristía, de participar del mismo Pan de vida a la mesa del Señor. Y en esta mesa aprendemos a vivir en el agradecimiento y la entrega, en el sacrificio, el don y la fraternidad cotidiana.
Así se irá conformando mucho de lo mejor del pueblo gallego. Que puede afirmar sin miedo la vida y la dignidad de la propia existencia, en el campo o en la ciudad, la grandeza escondida de la familia, del amor, del hogar. Que no teme el trabajo y vive en medio de la naturaleza con realismo, como en la casa en que va preparando el hogar mejor y definitivo. Que sabe compartir las penas y las alegrías, que sabe poner la mesa y abrir la casa a los suyos, a los vecinos, los invitados. Que no cierra la puerta al necesitado, sino que lo entiende y acoge. Que cuida de padres y abuelos, que no abandona a los suyos en las dificultades o en la enfermedad, y los honra con inmensa esperanza y oración solemne en el momento de la muerte. Que se alegra por el esplendor de la humanidad de los propios santos patronos, en quienes ve la certeza de las promesas cumplidas y una ayuda constante en el camino; que celebra su fiesta sin miedos, ligeros de corazón, compartiendo la fe y la caridad, el agradecimiento y la alegría de vivir.
En este tiempo nuestro, difícil como o más que tantos otros, recojamos de nuevo el desafío que expresan las palabras con que nuestros antepasados acompañaron este signo eucarístico: aquí profesamos con firmeza este misterio de la fe.
Todos los esfuerzos son bienvenidos, todos los trabajos son necesarios. Todas las colaboraciones son causa de alegría y aligeran el camino. Cada gesto cuenta, cada palabra de consuelo, cada momento de compañía. En estos días hemos aprendido de nuevo, a veces con dolor, qué decisivo es decir siempre: cada uno importa.
Que nada nos quite la esperanza, la fe del corazón, que celebramos ante el Santísimo una vez más. Nuestros antepasados quisieron hace 351 años establecer esta Ofrenda del Reino de Galicia. Continuando esta tradición, acudimos a esta Catedral para pedir hoy, en las urgencias que nos rodean y ante los trabajos que nos esperan, ser pueblo de corazones buenos y generosos, alimentados por un único Pan, verdaderamente bueno y generoso.
Que Xesús Sacramentado bendiga neste día abondosamente a Vd. Sra. Oferente e a súa familia, a Lugo e todas as cidades e pobos do Reino de Galicia, e a cada un de nós. E que nestes tempos difíciles nos acompañe a intercesión da súa Nai e a nosa Nai, a Santísima Virxe María dos Ollos Grandes.
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo