Queridos hermanos,
Acabamos de escuchar cómo nuestro ser sacerdotes y cristianos proviene de Jesús, el Señor, en quien se ha realizado la misión anunciada por el profeta y querida por Dios: hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.
Su misión es, pues, la gran noticia, la Buena Noticia de la libertad para cautivos y oprimidos, de la luz para los ciegos, del tiempo de gracia para la vida en el mundo. Es buena noticia para los pobres: para los que saben de sus esclavitudes –y ¿quién no, si el que comete pecado es esclavo del pecado?; para los que piden ver, comprender, y no piensan tener por sí mismos luces más que suficientes para dar razón del vivir y del morir; para los que desean que su tiempo en la tierra tenga sentido bueno, esté abrazado por una misericordia que lo aliente, no quede al final en polvo y nada.
Cumpliendo su misión, para desvelar la voluntad del Padre, Cristo nos amó. Por ello, dio su vida para liberarnos de nuestros pecados, del mal que destruye la vida y corrompe el mundo, y afirmó para siempre nuestra dignidad, la de cada ser humano, concreto, débil y pobre; porque nos amó hasta el extremo a nosotros, que tantas veces no seríamos ni tomados en cuenta en medio de los grandes afanes y negocios de este mundo.
Pero así el Señor no sólo se ha unido a nosotros, liberándonos del horizonte insuficiente y negativo de nuestra incredulidad y egoísmo, de divinizar las fuerzas y riquezas de este mundo, sino que nos ha unido también a nosotros con Él, nos ha hecho partícipes de su amor, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios. Movido por una misericordia divina, el Señor hizo suyo todo lo nuestro, las pobrezas de la vida y las miserias del corazón, y nos dio lo suyo, la plenitud de amor y de verdad de su corazón, su vida victoriosa.
Este es el pacto perpetuo que anunciaba el profeta, la alianza nueva y eterna de Dios con los hombres. Jesús atestigua así definitivamente el amor de Dios en este mundo, que no lo cree y lo niega, que exalta la fuerza y se somete a la muerte.
De esta alianza de Dios con los hombres venimos nosotros. Vienen nuestras parroquias y la Iglesia en nuestra tierra. De esta Buena Noticia vivieron nuestros padres, a la luz de la palabra y del Espíritu de Cristo construyeron familias y pueblos, atravesaron las crisis de la vida, encontraron perdón y esperanza, amaron con entrega y sacrificio.
De esta historia buena, de este año de gracia del Señor es fruto también nuestra específica vocación sacerdotal. Por eso no podemos dejar de amar este pueblo, nuestras parroquias, nuestra Iglesia. Ni podemos olvidar el amor del Señor, que así nos alcanzó e hizo con nosotros personalmente un pacto perpetuo.
Somos sacerdotes porque Cristo nos da serlo con Él y en Él, al servicio de su Pueblo, de sus hermanos, que son ya nuestros hermanos. Nos dona participar de su Espíritu –de su Unción–, para que también nosotros seamos testigos fieles del amor de Dios, de su victoria sobre toda enemistad y, por eso, de una fraternidad nueva, que no conoce fronteras, que no depende de la carne y la sangre ni teme la muerte, y que vivimos como sacerdotes en cada lugar al que somos enviados.
Se comprende así también que en el centro de nuestro ministerio se encuentra la Santísima Eucaristía. Celebrándola junto con nuestro Pueblo, cada domingo, hacemos memoria, anunciamos al Señor Jesús y el modo en que realizó su misión, triunfando sobre la muerte y trayendo su amor a nuestros corazones, que es germen poderoso de vida resucitada.
Este Evangelio es hoy, en los nuevos tiempos que vivimos, tan necesario como siempre, más necesario que nunca, ya que tanto se lo niega y olvida.
Es necesaria la vida de este pueblo de fieles cristianos, el testimonio de su fe y su alegría, de su esperanza y de su fraternidad. Es necesaria la vida de nuestras comunidades parroquiales, de nuestras familias creyentes. Necesitamos mirar a los niños con la esperanza de vida imperecedera que brilla en el bautismo; y que nuestros jóvenes se casen con un amor que no termina nunca y vence toda dificultad, con la gracia de Dios, o también que sepan entregar su vida en el servicio a Dios y a sus hermanos. Necesitamos poder mirar a nuestros seres queridos con paz, cuando crecen los años, poder vivir el sufrimiento y ver la muerte sin miedo, confiados en el Señor. Nada puede sustituir a este pueblo singular, presente durante tantas generaciones y casi evidente en nuestra tierra.
Hoy es necesario amarlo y servirlo más que nunca. Por eso sigue siendo indispensable y urgente el servicio de los sacerdotes, que hacen presente realmente al Señor, que consuela y reconcilia, aleja la soledad y da luz a los corazones, nos entrega en la Eucaristía toda su Persona. Así quiso Él que permaneciesen los suyos en la historia, viviendo unidos, en el amor fraterno, en la paz de saberse hijos de Dios.
La misión sacerdotal está, pues, de nuevo, como siempre, en el corazón de la historia, también en la de nuestra tierra. Porque la Buena Nueva que se celebra en el misterio de la Eucaristía encierra nuestro bien y resume nuestras esperanzas, nuestras certezas de ser amados y de poder realmente amar, la razón verdadera de nuestra dignidad y de nuestra fe en Dios, en una vida destinada a ser eterna. Y porque sigue siendo imprescindible, y el servicio más valioso, convocar a todos los fieles a permanecer unidos al Señor –como el sarmiento a la vid–, a acoger su entrega en el amor y la fuerza de su resurrección en la comunión eucarística, en la que nos reúne y constituye como Pueblo de Dios todos los días, hasta el fin del mundo.
Pidamos al Señor que envíe obreros a su mies, sacerdotes a su Iglesia. Que nos bendiga a cada uno de nosotros y nos guarde en la fidelidad a nuestra vocación, al Amor que nos llamó y nos convenció, a los hermanos y al pueblo al que nos envió. Que nos de la gracia de realizar y la de terminar bien nuestra carrera.
Y pidámosle que mire a su Pueblo en esta tierra, en nuestra Diócesis, que bendiga a todos sus fieles. Que la Santísima Virgen interceda para que, como ella, cada uno pueda alegrarse por el amor del Señor, por su bondad, y responder de corazón que sí a la propia misión en el matrimonio, en la vida consagrada y en el ministerio sacerdotal.
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo