Queridos hermanos,
la Misa Crismal que hoy tenemos la gracia de celebrar juntos, en esta Santa Catedral Basílica, nos introduce de nuevo en el misterio de la Unción y de la Comunión, que es de alguna manera el de nuestro ser sacerdotal.
La Comunión que tenemos entre nosotros y en la Iglesia toda surge como obra propia de Jesús de Nazaret, el Ungido de Dios, Cristo. Porque existe Jesucristo, existe nuestra fraternidad y nuestro ser sacerdotal. Él es nuestra Cabeza y Pastor; Él hace posible lo que somos y lo que esperamos.
Las lecturas de esta Eucaristía nos hablan en primer lugar de Él, de Jesús y de su Unción, en la que se cumplen las expectativas de su pueblo, de los que caminan en la tierra en la pobreza y los sufrimientos, pero también en el deseo de justicia, de vida, de paz y felicidad.
En Cristo la salvación y el Reino de Dios se hacen presencia plenamente humana en la historia, de modo que los hombres podemos participar de su novedad. Desde entonces la fe no ha podido ya ser erradicada del mundo, vencida por el cinismo de la vida o la violencia del poderoso, ni la esperanza ha podido ser apagada por ningún cúmulo de sacrificios, de sufrimientos o de injusticias; y el ardor del corazón, la caridad, fundada en el abrazo del Señor, guía e indica siempre, como la sabiduría más profunda, los pasos a dar en cualquier momento y circunstancia.
El Reino late ya en este mundo, actúa, se hace presente en un nuevo conocimiento del Padre y de su enviado, Jesucristo, y en su Espíritu de amor, en el que podemos imitar al que llegó hasta la cruz, dando la vida por sus amigos y por quienes aún eran sus enemigos, venciendo todas las tentaciones del mundo, para afirmar la verdad y el bien al que estaba destinado por el Padre todopoderoso el más pequeño o alejado de sus hermanos.
Nosotros somos enviados a anunciar este Evangelio, es decir, las riquezas ofrecidas a los hombres por el Padre en Jesucristo muerto y resucitado, como ministros de la comunión con Él. La verdad de Cristo, de su Persona y de su misión, es el fundamento de la verdad de nuestro ser sacerdotal y de nuestra misión.
No podríamos dejar de anunciar el Evangelio, sin renunciar a lo más querido: a la fe del corazón y a la afirmación del valor definitivo de la vida de cada uno, también o en especial del pequeño, frágil, enfermo, sufriente; al amor de Dios como fundamento real de las cosas, y como ley verdadera de la existencia, conocido y recibido en la misericordia entrañable del Señor; a la esperanza que ayuda a luchar generación tras generación por el bien, la verdad y la justicia, en la certeza de la salvación definitiva. Y perderíamos la alegría de una relación nueva, de una unidad nueva entre los hombres, experimentada de modo particular como sacerdotes y pastores cada día con los propios fieles.
Esta es la grandeza de nuestro ministerio, que no podemos negar; porque no proviene de nosotros –vasijas de barro– sino del Evangelio, del que depende el destino de los hombres y de los pueblos. A tiempo y a destiempo, con el viento a favor y con el viento en contra, hemos de seguir anunciando a nuestras gentes y a nuestras parroquias la Buena Nueva del Señor.
2. La venida del Reino de Dios, destinada a transformar nuestra tierra según el designio del Padre, tiene históricamente la forma de la acogida del Ungido, es decir, de la fe en Cristo, en su Persona y en su misión; y se realiza en el seguimiento y la comunión con Él, en el modo establecido por Él mismo y que culmina en la Última Cena.
Por ello, la Eucaristía, el sacramento de la comunión del hombre con Cristo, es la fuente y el culmen de toda la vida cristiana, y, por tanto, el centro de la tarea sacerdotal. Pero también es muy especialmente el corazón de la vocación y de la vida del sacerdote.
La conciencia de esta comunión con el Hijo hecho hombre, con Jesucristo, es imprescindible para comprender y vivir la misión sacerdotal. No es concebible humanamente un presbítero sin esta vinculación con el Señor, objetivamente dada en la imposición de manos. De ello hacemos memoria en esta Misa crismal, y renovamos al mismo tiempo las promesas con que cada uno recibimos la unción sacerdotal; porque esta vinculación con el Señor sólo es posible gracias también al asentimiento de la propia libertad, que se adhiere radicalmente a la persona de Cristo.
El amor a Jesucristo –y en Él al Padre– es el corazón vital de toda vocación y ministerio sacerdotal. La fe en Él, la adhesión a su Persona histórica, la comprensión de su misión salvadora y de la comunión que ofrece, es imprescindible para poder ejercer el ministerio con ímpetu apostólico, con la convicción que viene de la inteligencia y moviliza las fuerzas de la voluntad.
De aquí surge la forma propiamente presbiteral de la santidad, de la perfección en la caridad –a la que están llamados en diferentes modos todos los cristianos. Esta tensión “apostólica”, la conciencia de ser elegido, de permanecer en el amor del Señor y de ser enviado por Él, forma parte intrínseca del sacerdocio neotestamentario; sin esta conciencia, el núcleo sacramental del orden sagrado no despliega su identidad, ni el ministro ofrece en verdad su testimonio propio en medio de la Iglesia y ante los hombres.
3. Nuestra vocación es la de ser testigos autorizados del Evangelio y principio objetivo de la unidad de los fieles, y no podemos desmentirla con nuestra vida. El anuncio de la comunión, de la que proviene y vive sacramentalmente el presbítero, no puede no determinar también la forma de su existencia. Hemos de ser “modelos del rebaño”, y no déspotas que lo tiranizan o explotan, actuando con criterios de poder meramente humanos.
Nuestro ministerio es comunional en su misma naturaleza: brota del permanente recibir el don de Cristo y la comunión con Él, y del participar en la misión que Él ha encomendado a los apóstoles y a sus sucesores. No podemos concebirnos de modo individualista. Un ministerio no eclesial, vivido no eclesialmente, contradice su propia identidad.
Sabemos que quien rompe la comunión de la Iglesia carece en esa misma medida de autoridad real y su misión no goza de credibilidad alguna. Y, del mismo modo, el ministerio ejercido en nombre de Cristo y de su Iglesia, manifestado en la forma de la vida, en la fraternidad presbiteral real, en la unidad con el Obispo, en el sentido de pertenencia a la propia Iglesia, es percibido por los fieles como más auténtico y más fecundo.
La unidad, la comunión, es nuestra casa: venimos y vivimos de la comunión que nos ofrece el Señor misericordioso; y es también nuestra meta, la obra que construimos con piedras vivas, animadas por el amor. Por ello la pertenencia y la unidad eclesial, la comunión fraterna, es el único criterio de acción posible, el método que debemos aplicar en las diferentes circunstancias y desafíos pastorales, el testimonio que hemos de dar siempre. Y será también nuestro consuelo y nuestro descanso: ¡qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos! (Sal 132)
La Virgen María es Madre de los sacerdotes. Que Ella interceda por nosotros, sus hijos, para que permanezca siempre viva en nuestros corazones la alegría de nuestra vocación. Y que el Señor Jesús, por su misericordia, nos dé a todos la paz y la bendición prometida al servidor bueno y fiel.
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo