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HOMILÍA XI JORNADA DEL VOLUNTARIADO DE LAS CARITAS GALLEGAS

Lo último del obispo


[St 5,13-20; Mc 10,3-16]

Queridos hermanos,
Especialmente todos los que sois voluntarios de nuestras Caritas parroquiales, de las diferentes Diócesis de Galicia, con todos los que trabajáis en ellas, con vuestros sacerdotes, con las comunidades que representáis: sed bienvenidos. Sabéis que estáis en vuestra casa, a los pies del Santísimo, en quien está la fuente del amor y del compromiso, de nuestra vida de cada día. Esta es nuestra fe, y quisiera daros las gracias por el testimonio que dáis de ella con vuestra presencia aquí, que nos damos así unos a otros: pertenecemos al Señor, nuestra unidad manifiesta la caridad que viene de Él, que viene del Padre.
Detengámonos ahora un momento a escuchar sus palabras, el santo Evangelio que la liturgia nos propone hoy, antes de acercarnos a la mesa de la Eucaristía.
Acercaban a Jesús niños para que los tocara: Alguien había que los quería, y los traía, pedía algo a Jesús para ellos.
Los discípulos les regañaban: Les reñían porque lo veían algo  inútil, un estorbo. Pero nadie que quiera acercarse a Jesús es un estorbo, ningún tipo de personas está excluido.
Jesús se enfadó : Jesús se enfadó, porque excluir así a algunos, los más incapaces o menos útiles, contradice el movimiento de su corazón, de su Espíritu, y su misión.
De hecho, ese iba a ser su propio destino personal, como decía el Salmo: la piedra que desecharon, que descartaron los constructores. Jesús se encontraba aquí con un gesto de esa cultura del descarte, que sólo ve razonable el utilitarismo, que no consigue apreciar a la persona humana como tal, débil y de carne y hueso, intrascendente y sustituible en el gran mecanismo del mundo. Jesús iba a ser descartado, como se rechazaba aquí a los niños, que simplemente molestaban, como se olvida y descarta el corazón y el alma, el destino del prójimo, de cada uno de nosotros.
Esta era una ocasión en que esta cultura del descarte se manifestaba y, aunque para la gente podía ser lo habitual, Jesús era consciente, tenía un criterio diferente, un discernimiento propio sobre el valor de las cosas.
De hecho, él ve a los niños con otros ojos que sus discípulos. No sólo los acoge, sino que percibe en ellos cualidades, actitudes decisivas, imprescindibles, que los discípulos no habían percibido.
Nada se dice de quien los traía y pedía por ellos, que probablemente callaban, al no poder pretender nada; aunque vemos que, para quien te quiere, tu bien y tu persona no es insignificante, por pequeño que seas. Ellos probablemente los habían traído ya animados por las palabras y la actitud de Jesús, que no excluía a publicanos o pecadores, atendía a enfermos y leprosos, ¡incluso a difuntos!
Dejad que los niños se acerquen a mí: Dejad que vengan, no se lo impidáis: aunque humana o socialmente su venida parezca inútil. Vienen atraídos por la humanidad de Cristo, por su corazón, por su caridad, inexplicable, que sobrepasa los pensamientos los cálculos y las ideologías.
De algún modo así sigue siendo hoy con los cristianos, con la Iglesia: la esperanza de encontrar una humanidad diversa, la impresión que deja la caridad, hacen venir a quien no piensas, a quien puede parecer evidentemente un estorbo.
Pero el Señor nos dice:  dejad, no se lo impidáis. La presencia de la caridad genera posibilidades de encuentro inesperadas, impensadas, adivinadas sólo por el Señor. No las debemos impedir: Caritas es también este encuentro.
De los que son como ellos es el reino de Dios: El Señor no mira con criterio diverso del de su misión, con mirada diversa de la que Él lleva en su corazón, habitado por el Amor y la unidad plena con el Padre: el Reino de Dios. Y así su acogida resulta abierta a todos, su comprensión ilumina la realidad de modo nuevo, percibe otras cosas que las que se derivarían de la lógica propia de la vida social. Cuántas veces hablará en sus parábolas del Padre, de cómo el nos trata y nos acoge en modos que descolocan nuestro entendimiento habitual.
De los que son como ellos es el Reino de Dios: en aquellos niños las fuerzas humanas son mínimas, las capacidades están todas en germen, hoy no son útiles por sí mismos, hay que atenderlos. Pero son obedientes, dóciles, descansan en los brazos de sus padres, saben que necesitan de ellos y que son queridos. Estas cualidades no son todo en ellos, pero hacen posible una realidad fundamental: la sencillez con que reciben.
Esta actitud original del corazón humano es imprescindible. Todos hemos de recibir lo más importante, como ya hicimos cuando niños: recibir el Reino de Dios como quien descansa en los brazos del Padre, y sabe íntimamente que necesita de su cariño que siempre está ahí. En esta necesidad, en esta confianza, el niño es dócil, escucha y obedece.
Tomándolos en brazos, los bendecía imponiéndoles las manos: Esta es la verdad más profunda de todos nosotros: todos somos necesitados, no podemos proveer lo más importante para nuestra vida; somos los que recibimos, un amor y una gracia muy grande, que sostiene toda la vida. Y este amor es, en buena medida, experiencia de acogida, de perdón, del abrazo cordial y firme del Padre.
Todos somos aquellos que recibimos, aquellos por quienes el Señor sufrió para perdonarnos y darnos vida nueva, en una entrega perennemente presente, actualizada cada día en el sacramento de la Eucaristía. Somos los que recibimos el cuerpo y la sangre del Señor en comunión, que alimenta nuestra fe y nos enseña a mirar a las personas con criterio nuevo, que excluye toda exclusión.
Imponiéndoles las manos: Así es la caridad, el corazón de la Iglesia, de los cristianos. Esto expresa Caritas en nuestras diócesis y parroquias. Y esto explica la existencia de los voluntarios, de cada uno de nosotros, que participamos conmovidos en esta mirada, en este Espíritu del Señor Jesús.
Luego, como Él, hacemos el gesto oportuno a la persona que viene a nuestra casa, necesitada, atraída por el aroma de la caridad, como nosotros o como debería ser siempre en nosotros; que se acerca así a Jesús, incluso cuando aún no lo conoce, cuando apenas desea o intuye su existencia buena.
Y hacemos un gesto oportuno, tantos gestos a lo largo del año por parte de tantos voluntarios de Caritas. No los minusvaloremos; es cada uno como un tesoro, por quien tenemos delante, hermano pequeño del Señor, y por su origen en la caridad divina que alienta en la Iglesia y que ha traído la luz a nuestros corazones.
Todos los gestos son, sin duda, de algún modo “ordinarios”, pero todos pueden ser una acogida, un abrazo de la persona, un signo de un amor extraordinario, que viene de Dios, y así una fuente de esperanza.
Si luego, además, poniendo inteligencia y corazón en lo que hacemos, los gestos se hacen más incisivos, llegan a cambiar situaciones y a renovar incluso las relaciones humanas, ¡demos gracias a Dios! De Él viene el deseo de justicia, la voluntad de que todos los hombres lleguen a la salvación y al conocimiento de la verdad.
Y la verdad no dejará nunca de ser la que acaba de decirnos el Señor Jesús:  quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.

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