IV Domingo de Cuaresma: «Laetare»

Lo último del obispo


Este Domingo es conocido como “Domingo de la alegría” por las primeras palabras de la antífona de entrada (Introito) de la Misa: “Laetare Jerusalem”, “Alégrate Jerusalén”.
En este cuarto Domingo se puede cambiar el color morado por el rosa, al igual que en el tercer domingo de Adviento, conocido como “Gaudete”. Es un modo a través del cual la Iglesia anima a sus fieles a culminar el período de penitencia cuaresmal pensando en la alegría de la resurrección de Cristo

La liturgia de la Palabra de este domingo nos presenta en el Evangelio una de las parábolas más famosas de Jesús, conocida como la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 1-3. 11-32); pertenece al conjunto de las llamadas parábolas de la misericordia; junto a la de la oveja perdida (15, 4-7), y la dracma perdida (15, 8-10).  

Estas parábolas están dirigidas a los escribas y fariseos que, a pesar de escuchar a Jesús, murmuraban: “Éste acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15, 2).

El Cardenal Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap., fue predicador de la Casa Pontificia de 1980 a 2024. En 2015 escribió El Rostro de la Misericordia. Pequeño tratado sobre la misericordia humana y divina, con ocasión del Año de la Misericordia convocado por el Papa Francisco.

Para Cantalamessa, las parábolas de Jesús significan un método extraño, ya que "inventa algunas situaciones humanas –las parábolas- que parecen absolutamente verdaderas y sacadas de la realidad cotidiana, pero que, de hecho, son completamente irreales y contrarias a la experiencia. El padre palestino no entrega a su hijo menor, que tiene menos de dieciocho años (en efecto, todavía no estaba casado) la parte de la herencia que le corresponde y, menos todavía, como forma de usufructo inmediato, como forma de liquidación."

Jesús utiliza estas tres parábolas que expresan situaciones humanas concretas para ilustrar una cosa: el modo de obrar de Dios frente a los hombres. Para explicar cómo Dios Padre trata a los hombres, Jesús no pone el ejemplo de un amo y un servidor, o de un rey y su esclavo, sino que pone un ejemplo comprensible para todo el mundo: la historia de un padre y sus hijos.

En esta parábola del hijo prodigo, Jesús revela a Dios como un Padre misericordioso, como nos invita la antífona del salmo responsorial de este domingo: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”.

Sobre esta parábola, escribe también el teólogo H. U. von Balthasar: "El destino y la esencia de los dos hijos sirve únicamente para revelar el corazón del padre. Nunca describió Jesús al Padre celeste de una manera más viva, clara e impresionante que aquí. Lo admirable comienza ya con el primer gesto del padre, que accede al ruego de su hijo menor y le da la parte de la herencia que le corresponde."

El contexto principal de las parábolas es cristológico: nos habla de Cristo, de su trascendente persona y misión; son anuncio sobre él, una autorrevelación; y si el contexto es cristológico, el texto de las parábolas es teológico. Contienen, entre otras palabras, una revelación sobre Dios. Si la misericordia y el amor es el rasgo característico de Dios en todo el Antiguo Testamento, entonces es preciso decir que estas parábolas son revelación sobre Dios y, además, añaden algo que no se sabía con anterioridad, al menos de forma clara: que Dios se alegra al obrar con misericordia.

El padre espera y olvida todo el mal que el hijo ha cometido, y no tiene en consideración todo el derroche de que es culpable el hijo. Para el padre solo hay una cosa importante: que el hijo ha sido encontrado; que no ha perdido hasta el fondo la propia humanidad; que, a pesar de todo, vuelva con el propósito resuelto de vivir de nuevo como hijo, precisamente en virtud de la conciencia adquirida de la indignidad y de la culpa.

Para Cantalamessa, el centro, o como él lo llama, el corazón de estas parábolas es la alegría de Dios. El autor renombra a la parábola del hijo prodigo, la llama la "parábola del padre bueno", también nos enlista las acciones de este padre al ver volver a su hijo: "la alegría se desborda y se transforma en fiesta: aquel padre ya no está en su propio pellejo y ya no sabe que inventar: saca la mejor túnica de fiesta, el anillo con el sello de la familia (algo muy reservado y signo de distinción en la antigüedad), el ternero cebado; olvida su edad y dignidad, echa a correr como un niño (echando a correr, se le echó al cuello) y grita a todos: '¡Hagamos fiesta! ¡Es necesario celebrar una fiesta!' De esta alegría que sucede en el Cielo, nos habla Jesús en la parábola de la oveja perdida: ‘habrá más alegría en el Cielo por un pecador que se arrepienta’ (Lc 15, 7)."

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