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JUBILEO DE LOS SACERDOTES SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE O CORPIÑO

Lo último del obispo



Día de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote

Queridos hermanos, queridos hermanos sacerdotes,
En este día solemne de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote acudimos al Santuario de la Santísima Virgen María de O Corpiño, sintiéndonos sin duda invitados por su solicitud materna a poner bajo su protección nuestra vocación y nuestro ministerio.
Acudir a un santuario mariano es, para todos los fieles, en primer lugar dejar la propia casa, el gobierno solitario de los propios negocios y afanes, e ir en busca de amparo en Aquella que es nuestra Madre. Es romper el aislamiento, dejar atrás el individualismo y entrar en presencia de María, pedir y aceptar su ayuda e intercesión; es, por tanto, un gesto propio de hijos de la Iglesia, que nos permite experimentar de una manera particular nuestro pertenecer, depender, ser familia de Dios, Iglesia.
En este Santuario, la Virgen de O Corpiño ha venido al encuentro ya de tantísimos fieles, ha consolado tantas inquietudes, defendido a los suyos de tantos  males; a cada uno según su circunstancia y necesidad.
Pero a todos dice desde el principio una palabra, la misma que a aquellos pastores, pequeños y asustados por la tempestad: haced la señal de la Cruz.
Esta es igualmente hoy su palabra para nosotros, también pastores y pequeños, llamados por el Señor a colaborar en su misión, que, a veces, podemos sentirnos como en una tempestad, como si la barca de la Iglesia estuviese agitada de  nuevo en nuestra época por los vientos y las olas. Acudimos a nuestra Madre para pedir por nuestro sacerdocio, por nuestra misión, por el pueblo de Dios que tenemos encomendado, por nuestra tierra. Venimos en busca de consuelo en las dificultades, de misericordia para nuestros pecados; y en busca de aliento, de nueva energía para el cumplimiento de la tarea de la vida, de la misión recibida por cada uno de manos del Señor, sellada en el día singular de nuestra ordenación.
Cada uno de nosotros recibirá una palabra, una gracia propia y personal, dada con su sabiduría divina por Aquel que nos conoce y nos ama. Y a cada uno asistirá en ello María, mediadora e intercesora o, brevemente dicho, Madre. Ella nos invita a nosotros también, hoy y aquí, a la conversión y a la fe: haced la señal de la Cruz.
Nos encomienda así a su Hijo, a quien acompañó todos los días y de quien llegó a comprender y a valorar mejor que nadie la inmensidad de su obra, la Redención del mundo. Jesús, el que nació de su seno, es para ella el Hijo que llevó a cabo su misión en el amor más grande, sufriendo para el perdón de los pecados, entregando hasta su cuerpo y sangre, y resucitando victorioso. Para María no hay alegría mayor que contemplar esta obra salvadora, la victoria y la gloria de su Hijo ganada en la cruz, y proclamar exultante la grandeza del Señor. Por eso nos repite a nosotros con todo realismo lo que aconsejó en la boda de Canaán, haced lo que El os diga, pero en forma renovada: hace la señal de la Cruz.
Para nosotros, sacerdotes, es una palabra que recuerda lo más íntimo, el don mayor que habita y vivifica nuestra vocación. Como decía San Juan de Ávila, ¿no somos un poco como María, que con su respuesta al Ángel Gabriel trajo a Jesús al mundo? ¿no lo hacemos nosotros por disposición divina cotidianamente, con las palabras de la consagración en la celebración de la Santa Misa? Y, de esta manera, ¿no hacemos presente al Señor precisamente en el sacrificio de la cruz, en el don inmenso de su amor, que nos anticipa el banquete del Reino de los cielos?
No podríamos escuchar esta palabra, haced la señal de la Cruz, sin pensar en la Eucaristía, en la presencia del Señor que se nos entrega, que nos hace partícipes de su pasión, muerte y resurrección.
La Virgen María nos reenvía así a nuestra misión, como si nos pidiese confiar de corazón en la palabra del Señor, dicha a sus discípulos en la Cena singular de su “institución sacerdotal”: haced esto en memoria mía.
Pero no guardaremos viva su memoria si olvidamos su entrega por nosotros, por el perdón de los pecados y por una comunión nueva y verdadera con Dios y con los hermanos, si olvidamos la cruz y la resurrección. Si, como sacerdotes, olvidamos que Él es el único Sacerdote verdadero y no cumplimos la misión que Él nos ha dado, anunciando la alegría del Evangelio a nuestras gentes, celebrando el misterio de nuestra fe en el sacramento de la Eucaristía.
Sin el memorial sacramental de la Cruz, la persona de Jesús que presentaríamos no sería ya realmente la de quién vivió y cumplió una misión única y definitiva, encomendada por el Padre; y sus palabras y enseñanzas se reducirían en nuestra boca a un poco de nuestra pobre sabiduría mundana. Los designios del Padre permanecerían incomprensibles, mientras que la muerte poco a poco parecería de nuevo ser sin más, tranquilamente, nuestro punto final.
En cambio, guardando viva la memoria de su sacrificio pascual, haremos presente a Jesús, el Salvador, ante los ojos de los fieles; a su persona concreta, al que verdadera e históricamente caminó sobre la tierra como único Mediador entre Dios y los hombres, sus palabras y sus obras, sus enseñanzas e interpelaciones. Y se hará manifiesto así el designio y la bondad del Padre, que nos da la esperanza de cielos y tierra nuevos, en que la muerte habrá sido vencida.
De este modo no olvidaremos tampoco nunca el amor eterno con que nos llamó a la vida y a la vocación, con el que entró en nuestra existencia y la sostiene cada día con su compañía, con su promesa de fecundidad y de felicidad.
En este Jubileo en honor de la Virgen de O Corpiño, que es Madre de Misericordia, acojamos de corazón el perdón del Señor por nuestros pecados, y sobre todo por aquello que nos ha impedido predicar con alegría el Evangelio, nos ha detenido en nuestro camino hacia quienes tenemos encomendados, ha oscurecido la presencia real del Señor con nosotros, que todos los días hasta el fin del mundo sigue reuniendo, enseñando y santificando a su Pueblo –también por nuestro medio.
Y que el Señor, por intercesión de María Virgen, nos haga sentir de nuevo la alegría de su compañía, de haber sido escogidos entre sus discípulos y amigos, llamados a participar de su sacerdocio. Que Él nos ayude a comprender mejor la grandeza de su amor, de su obra de salvación del mundo, cómo su gracia y su verdad ilumina y renueva la vida de cada uno, nos hace libres y fecundos.
Que Él encienda en nosotros cada día el deseo de predicar el Evangelio, para bien de nuestros hermanos y de nuestra tierra, y nos dé la gracia de poder escuchar también cada día la buena nueva, en boca de amigos, de los compañeros sacerdote, de cualquiera que pueda hablar en nombre del Señor; así como en el silencio de nuestro corazón, mientras participamos a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía.
Encomendemos hoy especialmente a la Bienaventurada Virgen María a nuestros seres queridos, a todos los que forman parte de la historia de nuestra vocación y de nuestro camino ministerial, a nuestros compañeros sacerdotes en el presbiterio diocesano. Y pidámosle sobre todo por nuestro pueblo, al que hemos sido enviados por el Señor como pastores, y que tanto o más que nunca necesita reconocer y creer de nuevo en el amor de Dios, revelado en su Hijo entregado por nosotros; que necesita en cada generación ministros que participen del corazón y de la misión del Buen Pastor, y que la necesita a Ella como Madre.
Y a nosotros, llamados al ministerio sacerdotal, que la Santísima Virgen nos consiga la gracia de escuchar y cumplir la palabra de su Hijo: haced esto en memoria mía. Y que así también estas vasijas de barro que somos lleven dentro un tesoro, aquel vino nuevo que es la causa de la esperanza y de la alegría verdadera de nuestro pueblo. 

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