En la mañana de este martes 15 de agosto la Catedral de Lugo acogió la celebración de la solemnidad de la Asunción de la Virgen María. La Eucaristía estuvo presidida por el Obispo, monseñor Alfonso Carrasco, y concelebrada por los canónigos.
HOMILÍA DE MONS. ALFONSO CARRASCO ROUCO, OBISPO DE LUGO
Queridos hermanos,
celebramos con alegría un año más la solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María.
Como en el tiempo de su definición dogmática, en el año 1950, el tiempo presente sufre con muchas preocupaciones y angustias, entre las que sobresale de nuevo la guerra, así como la injusticia y el pecado, que, como siempre, pretenden reinar en nuestro mundo, imponerse como forma normal de la vida, marcar el camino y las leyes de la sociedad.
Como entonces, este privilegio de la Santísima Virgen resplandece con fulgor extraordinario, hablándonos de la victoria que se realiza plenamente en la humanidad de Aquella que fue concebida sin mancha de pecado y llamada a ser Madre de Dios.
Cristo, con su pasión, ha vencido el pecado y la muerte. Y todos participamos de esta victoria en virtud de nuestra unión con Él, de nuestro nuevo nacimiento en el agua y el Espíritu en el bautismo.
La muerte, la corrupción de nuestros cuerpos, es consecuencia del pecado. Lo percibimos de modo muy visible en las grandes injusticias, como las guerras, los crímenes o el hambre. Se hace manifiesto en el desprecio con el que es posible tratar a la persona y la misma vida del prójimo, el sufrimiento de pueblos enteros. Pero es una realidad que afecta a toda nuestra vida de seres humanos: como decía Pablo, ¿quién nos liberará de este cuerpo mortal? ¿de esta “negra sombra” sobre la vida en este mundo?
En la Virgen Maria resplandece el privilegio singular de la victoria sobre el pecado desde su inmaculada concepción. Y hoy celebramos que, por consiguiente, no quedó sometida a la ley de la corrupción en el sepulcro, que experimentó ya plenamente la redención de su cuerpo.
En Ella vemos el fruto verdadero de la historia, en la que todos los tronos de los poderosos acaban siendo derribados, mientras es enaltecida Aquella que es humilde y ha creído en la palabra del Señor. El gran dragón ha sido derrotado, no puede hacer perecer a la Sierva y Madre del Señor; y la gloria habita ya la tierra de nuestra humanidad, en Jesús y en María. Porque no celebramos sólo que el cuerpo de la Virgen no fue sometido a la corrupción, sino también que en ella se realizó el triunfo sobre la muerte, y alcanzó la glorificación y la vida celeste unida a su Hijo unigénito Jesucristo.
Esta es igualmente nuestra esperanza, que ya ahora ilumina nuestros pasos cada día, y que confiamos ver cumplida en nosotros y en nuestros seres queridos; mientras pedimos al Señor sin rendirnos que todos puedan llegar a esta gloria, que conduzca la historia a su destino bueno.
Meditando la alegría de esta fiesta, el esplendor de la Virgen, desde su Inmaculada Concepción a su Asunción gloriosa, se nos pone de manifiesto cada vez más el valor de cada vida humana, desde su concepción a su muerte natural; así como la bondad inmensa, la urgencia de vivir cumpliendo la voluntad de nuestro Padre, como discípulos verdaderos al Señor Jesús; y, por tanto, guardando en nuestros corazones la esperanza del bien para cada persona, amando al prójimo como el Señor nos ha amado.
Hoy vivimos de nuevo el peligro de absolutizar el mundo y sus poderes, aparentemente más fuertes y organizados que nunca; de pretender cada uno alcanzar la plenitud de la vida solo y por sí mismo, por caminos de olvido de Dios, ocupándose de las propias conveniencias y descartando a quien no es útil o resulta molesto. También hoy, en medio de corrientes poderosas de pensamiento, hemos de luchar para preservar nuestras conciencias, para que la soberbia, el egoísmo, el miedo a los poderes humanos no dominen nuestra vida, no expulsen a Dios de ella, no nos hagan confundir el bien y el mal.
Para ello, la providencia divina pone ante nuestros ojos en María de modo luminoso el destino excelso de nuestras personas, en alma y cuerpo, y su asunción corporal al cielo refuerza nuestra fe en la futura resurrección. En su presencia, a la luz de su mirada, que Ella nunca aparta de quien se le acerca y le suplica, el mal se aleja y la sombra de la muerte, el corazón no es vencido por la oscuridad, sino que recibe fuerzas para la tarea, encuentra consuelo y esperanza firme en la misericordia divina.
No dejemos nunca de afirmar, con certeza y agradecimiento, nuestra fe en la resurrección de la carne, conseguida por Cristo y para participar en la cual Dios Padre nos ha creado. No aceptemos nunca un horizonte más pequeño, ideologías o sabidurías que negasen esta dignidad y este destino bueno de cada uno, de alma y cuerpo.
Hoy contemplamos realizado en María este designio divino, como fruto perfecto de todos los trabajos de la creación y de la redención humana. Y no podemos dejar de admirar la obra de Dios, el modo en que se ha acercado a nuestra pequeñez, cómo lo ha realizado en María, abriéndole en la fe y en la humildad el camino de la gloria. En palabras de Juan Damasceno: «Era necesario que la que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitase en los tabernáculos divinos. Era necesario que la que había visto a su Hijo en la cruz, recibiendo en el corazón aquella espada de dolor de la que había estado libre al darlo a luz, lo contemplase sentado a la derecha del Padre. Era necesario che la Madre de Dios poseyese lo que pertenece al Hijo y que fuese honrada por todas las criaturas como Madre y Sierva de Dios».
Ser Madre de Dios, propuesta a la que María respondió con un sí sencillo y confiado, es la razón de todos privilegios de María y de todos los dones con que Dios la ha colmado:
El don de su insigne santidad, superior a la de todos los hombre y de todos los ángeles. Y así, en su Asunción, María nos muestra cómo la vida con Dios vence sobre el pecado, sobre la corrupción y sobre la muerte.
El privilegio de la unión íntima de MarÍa con su Hijo. Y así en la Asunción vemos colmado el camino de la unidad, de la comunión con el Señor Jesús, que es nuestra propia vocación como cristianos, y que realiza del modo más íntimo y verdadero en el don de la Eucaristía.
El amor sumo que el Hijo tenía por su dignísima Madre, que vemos actuar y brillar en la Asunción. Porque, preguntaba S. Francisco de Sales: «¿Quién es el hijo que, si pudiese, che, no volvería a la vida a su propia madre y no la llevaría después de la muerte consigo al paraíso?»
Y así comprendemos que el Señor glorifica lo más propio y lo más humano, lo más entrañable de nuestro ser personas. En la Asunción resplandece Dios Padre, y también la humanidad de Jesús, que obra también como plenamente Hijo de su Madre. La gloria de Dios habita en la humanidad, la enriquece, la promueve y la consagra en lo que le es más propio: en el amor que, si no olvida a nadie, guarda ciertamente en el corazón a los seres queridos, a la propia madre.
Alegrémonos en este día de poder nosotros también amar así. Demos gracias al Señor, porque convierte en camino de la gloria relaciones creadas y queridas por el Padre, constitutivas de lo más propio de nuestro corazón.
Y pidámosle hoy por nuestras familias, por nuestros seres queridos y por nuestra ciudad de Lugo. Pidámosle, por intercesión de la Virgen María, permanecer en la comunión con el Señor Jesús –en esta ciudad del Sacramentos–, que nos dejemos guiar por Él, como discípulos y miembros de su Iglesia. Y que podamos experimentar también nosotros ya ahora la gran victoria de que ni el pecado ni la muerte sean el horizonte que determine nuestras vidas, sino la fe en el Amor de Dios y la esperanza firme de la resurrección.
Que Nuestra Señor de los Ojos Grandes, Patrona de Lugo, ruegue por nosotros y sea nuestro amparo. Y que conservar su memoria en el corazón, con una súplica y una acción de gracias, nos guarde en la paz.