[St 5,13-20; Mc 10,3-16]
“Tomad, esto es mi cuerpo. (…) Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos” (Mc 14, 22.24).
A la luz de la gracia, especialmente tras el encuentro con el Resucitado y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, los apóstoles comprendieron aquellos gestos y palabras extraordinarios que Jesús había hecho y dicho en su Última Cena. Y siguieron en adelante su recomendación: haced esto en memoria mía (Lc 22,19).
Sólo con la gracia del Espíritu era posible comprender la verdad plena de aquellas palabras y gestos, sencillos pero trascendentales, en que Jesús se expresaba a sí mismo y se entregaba totalmente, y que revolucionaban la historia. Eran palabras pronunciadas con poder divino, en Espíritu y verdad, que hacían realidad lo que decían: tomad, esto es mi cuerpo, es mi sangre.
Para los apóstoles, hacer memoria de Jesús será para siempre hacerlo así, teniendo ante los ojos este don pleno y real suyo, en que se resumían sus enseñanzas y su vida, y que iba a cumplirse en la cruz y la resurrección.
Los discípulos, y las siguientes generaciones de cristianos, ya no volverían a celebrar las comidas festivas propias de sus tradiciones religiosas, israelitas o, menos aún, paganas, en Grecia, Roma o Egipto. No bastaba con renovar las antiguas fiestas un poco, añadiendo gestos y palabras que recordaran a Jesús y lo vivido con Él, y trajeran a la memoria sus enseñanzas.
La preocupación de los discípulos no se redujo tampoco a guardar la costumbre de verse regularmente, para, juntos, evitar olvidar a Jesús y abandonar lo que había dicho de parte de Dios, ahora que ya no estaba con ellos. No fue así. Los apóstoles comprendieron y transmitieron desde el inicio la novedad inmensa de lo sucedido, de lo que había hecho Jesús: Él en persona había tomado la iniciativa de seguir presente en su carne y en su sangre, con los suyos, como quien había vencido a la muerte y alcanzado la resurrección gloriosa por ellos y para ellos, para todos los hombres.
Por eso ya no celebraban como buenos israelitas aquella Pascua en que se inmolaban corderos recordando las grandes obras de Dios que había sacado de Egipto a su pueblo; ahora celebrarán la victoria definitiva, el día de la resurrección, que les aseguraba para siempre toda la verdad de los dichos y hechos de Jesús: Él vive, está con nosotros, nos da su carne y su sangre, que vence a la muerte y es fuente de vida verdadera, libre de todo mal.
Los cristianos, desde los primeros momentos, somos los que celebramos ya no el sábado judío, sino el domingo, “el día de Jesús, el Señor”, su obra inmensa de salvación y el don incalculable en que nos entrega su propio ser.
Esta es la fe que han salvaguardado nuestros padres desde el principio. Es el misterium fidei que queremos profesar con firmeza aquí, en Lugo, desde hace muchos siglos, y que proclamamos permanentemente desde el Altar mayor de nuestra Catedral: Jesús es éste, el que se ha entregado así y nos ha amado hasta querer estar realmente con nosotros todos los días. No se conoce de verdad a Jesús, al Hijo de Dios hecho hombre, sin acoger con fe y adorar con estupor su presencia real en el pan y el vino consagrados, si se olvida o niega esta revelación definitiva de su corazón y de su entrega por nosotros. Por eso, nuestra tradición ha reconocido en la Eucaristía el “sacramento perfectísimo” y la “culminación de todos los demás sacramentos” (Sto. Tomás de Aquino), que no sólo comunica la gracia, sino que hace presente al mismo Señor, fuente de la vida y del bien.
Ciertamente, esta afirmación del cambio sustancial del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesucristo sólo puede hacerse desde la fe, confiando en la palabra divina pronunciada en la Última Cena y transmitida auténticamente por los apóstoles.
La novedad radical y la profundidad de este sacramento, sin embargo, no fue siempre comprendida adecuadamente, como podemos ya entrever tras el discurso de Jesús sobre el pan de vida en Cafarnaún, cuando los oyentes decían: “este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso? (Jn 6, 60). Hemos de recordar siempre que Él habla aquí de comer su carne y beber su sangre realmente; pero no en el modo en que nosotros podemos hacerlo con algún animal que sacrificamos, sino en el modo en que el cuerpo de Cristo existe vivificado por el Espíritu y convertido en fuente de una vida que alcanza la eternidad. Recibimos con toda verdad al mismo Jesús resucitado, en su cuerpo y en su sangre entregados por nosotros.
La razón de esta permanencia corporal del Señor, de que no se contente con el envío de su gracia desde el cielo a nuestros corazones, es sólo la verdad de su caridad, pues quien ama quiere hacerse igual al amado y estar siempre cerca de él. En palabras de Santo Tomás, “a la caridad de Cristo corresponde que asuma el verdadero cuerpo de nuestra naturaleza para nuestra salvación. Y ya que lo más propio de la amistad es convivir con los amigos … nos prometió su presencia corporal como premio. Entre tanto, no nos dejó privados de su presencia corporal en esta peregrinación, sino que se unió a nosotros en la verdad de su cuerpo y sangre. De ahí que este sacramento es el máximo signo de la caridad y aliento de nuestra esperanza, por tan familiar unión de Cristo con nosotros.” (STh III, q.75, a1resp).
Por eso, los cristianos no estamos ni estaremos jamás solos. Jesús, el Señor, está aquí, y en nuestro corazón por la comunión dignamente realizada. Él mismo nunca estuvo solo, como nos dijo explícitamente: el Padre está siempre conmigo. Y Él determina nuestra forma de vida como Iglesia. Somos aquellos que no estamos solos, sino unidos profundamente con el Señor, gozando de su presencia, como hermanos suyos y miembros de su Cuerpo, hijos con Él de un mismo Padre.
Somos aquellos que, día a día, escuchamos en la Eucaristía su mensaje: Estoy aquí, realmente presente, en mi cuerpo y en mi sangre, con mi humanidad. No he querido dejar atrás el mundo y sus dolores, no he querido olvidaros, sino estar a vuestro lado, estar unido a vosotros en la tarea de vuestra vida, para que sea fecunda y se salve.
Por eso nosotros somos también aquellos que estamos llamados a darle gracias, a vivir con y como Él, diciendo cada día igualmente, con su mismo Espíritu: aquí estoy, presente corporalmente, para aquel que me necesita a su lado. Realmente presente el Señor y realmente presentes en medio del mundo también nosotros, venciendo la soledad del hombre, siendo compañía verdadera unos de otros en el camino de la vida, sobre todo en los dolores y necesidades. Presentes material y corporalmente, pues el Señor ha transformado también y especialmente el cuerpo y la sangre en instrumentos del amor verdadero.
Que la Virgen María, como Madre nuestra, nos recuerde y ayude a vivir esta familiaridad profunda que tanto desea su Hijo. Y Ella, que en el momento decisivo supo decir sin reservas “aquí estoy”, guíe nuestros corazones a esta misma disponibilidad en las tareas y la vocación a la que el Señor llama a cada uno.
Bendito sea el Corazón inmaculado de María. Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar.
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo