Signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo
Jornada mundial de la vida consagrada
En este Año de la fe, nuestro Papa Benedicto XVI ha convocado de nuevo la Jornada Mundial de la Vida consagrada, bajo el lema “signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo”.
Ciertamente, la fe es posible sólo gracias a una presencia, la de Aquel a quien el hombre confía su vida y su destino de modo consciente y libre.
Y éste sólo puede ser Dios mismo, y un Dios a quien se ame. Ya que el hombre no podría poner el bien precioso de su libertad y de su destino en manos de nadie más, sin negar la propia dignidad. Sólo Dios puede iluminar las profundidades del corazón, salvar desde el interior nuestra libertad, llamarnos a un destino personal, a una vocación cuyo horizonte es el mundo –su salvación.
Y este Dios se ha hecho presente en Jesucristo, de modo que fuese posible oírlo, verlo, tenerlo como hermano. En Jesús se reveló el Padre y su amor por nosotros, su voluntad de vencer nuestra muerte y llevar nuestra humanidad a la gloria de la resurrección. Gracias a Jesucristo hemos aprendido a creer de nuevo en Dios. Por Él hemos conocido el Amor del Padre; de modo que, como dice Pablo, vivimos en este mundo, pero ya “en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20).
Todos los creyentes en Cristo estamos llamados a ser con nuestra propia vida signo de su presencia en medio del mundo, y nuestra comunión en la fe y el amor –la Iglesia, por tanto– es el signo por excelencia de su obra en la historia.
Dentro de esta comunión eclesial, la vida consagrada tiene como vocación especial, por su parte, hacer de la propia existencia un testimonio público de amor a Cristo y ser de este modo signo visible de su presencia.
En efecto, el creyente es signo siempre con la propia humanidad, con la propia vida y libertad. Es la fe activa, la entrega confiada al amor conocido y reconocido de Dios, la comunión vivida con el Señor, lo que hace expresivo y comprensible el signo. Mientras que, como bien sabemos, nuestro pecado lo desfigura y oscurece.
Por ello, el testimonio primero que ofrece la vida consagrada es el de la entrega plena del corazón, hecha de modo público con los propios votos, que luego se expresará de diferentes maneras en diversas misiones. Así, por su medio, nuestro Señor nos llama a todos a vivir con radicalidad nuestra fe, la vocación propia de cada uno; y constituye, al mismo tiempo, un signo vivo de su presencia resucitada en el mundo.
Sólo así, ante el testimonio plenamente humano de una vida y un amor nuevos, podrán creer los hombres de nuestro tiempo.
De ahí la importancia de la fidelidad de los institutos de vida consagrada a su vocación. Para ello, siempre será lo más decisivo vivir en la comunión con el Señor resucitado. Sentir y comprender la propia vocación dentro de la única Iglesia, universal y particular, será esencial, por tanto, para la permanencia viva del signo que es la vida consagrada.
Del mismo modo, nada podrá sustituir la propia y personal relación de entrega confiada y amorosa al Señor Jesús, la propia fe en Cristo resucitado y así en el Dios Trinidad, que es Amor. Esta es la raíz viva, plantada por el Espíritu en medio de la Iglesia y del mundo, el tesoro escondido por el que conviene sacrificar todo lo demás. De aquí brota la mirada y el corazón nuevos, capaces de discernir los signos de los tiempos, de ver y de compartir las necesidades del hermano.
Se comprende así, en particular, el testimonio de la vida contemplativa, que nos habla de la urgencia de mantener despierta la fe y el amor del corazón, y de la primacía de nuestro Señor, en cuyas manos está siempre toda gracia y todo don verdadero, en quien confiamos para nuestra salvación y la del mundo.
Pidamos, pues, todos unos por otros en esta Jornada, y especialmente por los miembros de las diferentes formas de vida consagrada presentes en nuestra Diócesis. Como todos los años, lo haremos especialmente en la celebración que tendrá lugar el próximo día dos de febrero, a las 17h., en nuestra Catedral Basílica de Santa María.
Que Ella, la Santísima Virgen de los Ojos Grandes, consagrada plena y totalmente a su Hijo hasta su último aliento, sea nuestro ejemplo y también nuestro amparo.
Que su intercesión maternal nos consiga que el “sí” de nuestro corazón se renueve siempre en la verdad y la sencillez, para saber vivir realmente en la fe en Jesucristo su Hijo, que nos amó y se entregó por nosotros, y ser signo creíble de su presencia resucitada en medio del mundo.
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo