Queridos hermanos y hermanas,
Celebramos hoy la Clausura del Año de la Vida Consagrada. Habéis entrado además por la Puerta de la Misericordia, abierta este Año Jubilar por iniciativa del papa Francisco. Ambos eventos conmemoran el cincuentenario del Concilio Vaticano II, en que la Iglesia quiso salir al encuentro del hombre de nuestro tiempo por los caminos de la misericordia y de la libertad, llevando consigo el Evangelio como única riqueza.
Pues bien, nuestro Señor Jesucristo es la Palabra de la Misericordia del Padre, pronunciada en nuestro mundo. Él es la profecía en que se expresa plena y definitivamente el corazón de Dios, cuánto se ha conmovido ante nuestro sufrimiento y nuestra miseria, cuánto amó al mundo: entregó a su propio Hijo para que asumiese todo lo nuestro, para que se hiciese hombre y diese respuesta a nuestra necesidad de vida verdadera.
En la fiesta de hoy, en la Presentación del Señor en el Templo, conmemoramos esta ofrenda del Hijo. El gesto es cumplido por María, que pone la vida de su niño en manos de Dios, de quien lo había recibido, y que hace suyos así en la tierra los sentimientos del Padre. En ella, que es su Madre, resuena aquella Misericordia paterna capaz de entregar al Hijo para la salvación del mundo, y que suele ser tan ajena a nuestras mentes y corazones.
En María, en su corazón inmaculado, brilla ya anticipadamente el inmenso amor misericordioso que anima toda la existencia del Hijo, de Jesús. Él se entregó por nosotros con todo su ser, hasta padecer en la cruz para redimirnos de la muerte. María, recogiéndolo aquel viernes en su regazo, lo presenta de nuevo, desfallecido y muerto, al Padre, sufriendo ella también por este sacrificio de Su vida. En este gesto supremo que podía realizar como Madre, María aceptaba y compartía la misión de su Hijo, y al mismo tiempo la profundidad inmensa del amor del Padre, cuyo corazón no se detuvo ante límite alguno para venir en auxilio de quienes perecíamos.
María es desde entonces Madre y modelo de la Vida Consagrada, de lo que significa compartir la gran Palabra de la misericordia divina, tal como la pronunció Jesucristo, el Señor.
En efecto, la vida consagrada será siempre imitación de Cristo y comunión con Él, será acoger su Espíritu y tener sus mismos sentimientos, seguirlo cuando se sacrifica por la salvación de los hombres. Porque el amor del Señor no se detiene ante pobrezas, miserias o pecados; sino que encuentra en ello el lugar para su mayor manifestación. Este es el misterio de su corazón, de Su entrega de sí, a la que llama a consagrados y consagradas para que la compartan libremente.
Reconocer y creer en este Don inmenso que el Padre nos ha hecho al entregarnos a su Hijo, es aprender que la Misericordia existe; más aún, que es el fundamento mismo de la Creación y de toda la historia –que así puede ser historia de salvación–, que es Dios mismo, porque Él es Amor.
La entrega de la propia vida en respuesta a esta Palabra del Padre, pronunciada en modo personal en la vocación de cada uno, es el primer testimonio dado por la persona consagrada, por un corazón que nada ama más que la voluntad del Padre, que no tiene certeza mayor que su Misericordia, ni pone su esperanza en otro que no sea Jesús, el Hijo de Dios.
La existencia entregada de los consagrados nos habla así de una Misericordia real, presente, transformadora, que Dios ha inscrito Él mismo, personalmente y para siempre en nuestro mundo. La persona consagrada es, por tanto, profecía de una Misericordia realizada ya, conocida, creída y amada.
La celebración de hoy nos invita a unirnos también nosotros, como María, a la ofrenda de su Hijo, poniendo nuestra vida al servicio de la Misericordia del Padre; para que podamos ser aquella profecía que es ya también presencia y verdad, porque es participación de la realidad de la Misericordia plena de Cristo.
Todas las formas de vida consagrada, desde el sacrificio de sí en la oración escondida y contemplativa por la salvación de los hombres, hasta la entrega que acerca el consuelo, la luz, el auxilio y la misericordia a quien lo necesita de una u otra manera, tienen la misión de manifestar con esperanza y alegría la realidad de este Amor sin límites con el que hemos sido amados y al que nos es dado la gracia de corresponder, de manifestar en nuestro mundo.
Deseemos no poner tampoco nosotros ningún límite al amor; que los votos y promesas, que nuestras reglas de vida, que los sacrificios de la fraternidad cotidiana, sean signos e instrumentos de la gracia poderosa de Dios, que puede conducirnos por el camino de la perfección verdadera, que es perfección en la Misericordia.
Pedimos así una gracia muy grande, y queremos confiar esta necesidad nuestra a la intercesión de la Santísima Virgen María, a su Corazón Inmaculado. Pidamos que, como en ella, resuene en cada uno de nosotros el mismo Espíritu y el mismo Amor por el que Cristo ofreció todo su ser al Padre para la salvación de todos los hombres. Que por su Misericordia tengamos verdadera libertad ante los apegos y los afanes del mundo, de modo que toda nuestra existencia llegue a ser profecía, manifestación de Misterio del Amor de Dios. Y que así nuestra presencia y nuestra labor cotidiana sirvan a hacer creíble el anuncio del Evangelio en medio de nuestras gentes, que necesitan ante todo, como nosotros mismos, experimentar la novedad profunda y consoladora de la Misericordia en la propia vida.
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo