A modo de reflexión preliminar
Decir lo infinito en formas finitas
Al inicio de su reflexión sobre “la evolución de la idea musical”, observa H. U. von Balthasar1 que todas las artes tienen un mismo fundamento, rotan alrededor de un núcleo que sería el “sentido” pleno de la realidad, la Idea, lo infinito, lo divino.
Esto sería como la materia prima de todas las artes, que deseamos apropiarnos, que queremos expresar, hacer entrar en las formas finitas de nuestro mundo, de nuestra sensibilidad. Cada arte sería el intento de decir lo divino con medios humanos, de traer el ideal pleno a lo concreto del mundo.
Ciertamente, lo divino será siempre expresado de modo parcial, de modo no plenamente congruente, porque sobrepasa todas las formas artísticas, también las musicales. Y, sin embargo, de algún modo, aún siendo finito en todas sus manifestaciones, el arte permitirá adivinar lo divino, a través de algún aspecto, pero sin reducirlo o negarlo. De esta manera, permanece siempre vivo también en el arte –bien perceptible en la música– un anhelo inextinguible, porque nunca se consigue abarcar completamente lo infinito, cumplir el deseo de hacerlo propio.
Esta limitación de las posibilidades finitas dadas en el mundo permite una interrelación entre las diversas artes, precisamente porque afirma la singularidad de cada una, de su expresión específica de lo infinito. La palabra propia de un arte no es traducible sencillamente en otro, no es intercambiable con la del otro; cada uno ofrece una aportación directa en el sentido pleno, en el ideal. Así, por ejemplo, puede ponerse música a una poesía; pero la poesía no se agotará en la música, ni una obra musical puede decirse entera en la mejor de las poesías. Y ambas, sin embargo, se interrelacionan, pueden unirse, confluir en nuestra experiencia de acercamiento, de apropiación de lo divino.
Esta es una primera condición de posibilidad de la existencia de la música sacra, que se une en la liturgia con la palabra, el símbolo, el color, el espacio, las formas materiales. El conjunto de las artes se unen en la celebración litúrgica, en el deseo de expresar, de acercarnos y participar con nuestros medios en el misterio divino. En principio, pueden confluir todas las artes, son deseables todas, por la capacidad de expresión propia y específica de cada una, en la que se manifiesta algo que, de otro modo, quedaría sin decir. Y, por otra parte, el deseo, potenciado radicalmente en la experiencia cristiana como amor a Dios, no querrá renunciar a ninguna de las riquezas de comprensión, de relación, de acercamiento y de unidad con el Amado; querrá todas las artes.
2. Lo divino en formas humanas
El anhelo, la intuición y el deseo propio del arte, que busca apropiarse lo infinito, expresar el sentido pleno de la realidad, es confirmado y enriquecido definitivamente por la Encarnación del Verbo. Porque el misterio divino, aquel infinito que es la Palabra, la Vida, la Luz de los hombres, se ha hecho carne, ha tomado forma sensible, se ha incorporado a nuestro mundo y se ha puesto a nuestro alcance, nos ha ofrecido comunicación, no sólo información o contemplación externa, sino la forma de una verdadera participación, comunión, unidad con Él.
Recordemos el famoso inicio de la primera carta de Juan, que resuena aquí ahora como una Declaración programática en favor de las artes: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida … que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto, para que nuestro gozo sea completo2.
Si la percepción del sentido –del infinito misterioso de la realidad y de la vida–, posible a nuestra experiencia humana natural, hace germinar la expresión artística, rica de formas y de anhelos, poder ver con los ojos, oír, contemplar y palpar con las manos al Verbo de la vida, que se ha hecho perceptible, adoptando todas las formas propias de lo humano en este mundo, hará surgir inevitablemente y más aún, con mayor certeza y audacia, la expresividad artística.
El anhelo, potenciado por la presencia del Amado, se siente mucho más capaz, más invitado a decir la belleza de Aquel a quien ya conoce, a expresar la profundidad de la relación con lo divino. Necesitará para ello de todas las artes, porque cada una tiene una aportación propia e intransferible, que de otro modo no se diría. Todas le parecerán necesarias, para no callar nada, porque aún todas juntas no bastan. Pero todas, en cambio, ganan expresividad y fuerza, se convierten en anuncio, en invitación a dejar entrar el Misterio en la vida, en las formas finitas del propio ser humano.
La fe en la Encarnación, en que la Palabra se ha hecho carne y ha acampado entre nosotros, nos convence de lo imposible: nuestras formas sensibles, finitas, pueden ser expresión verdadera, adecuada, del infinito, pueden estar habitadas por Él y ser lugar en que el anhelo que habita el corazón y las artes encuentre respuesta y consuelo, un gozo y una alegría que nada podrá ya destruir.
La intervención, la obra del artista es hecha posible más radicalmente y de modo más personal, como lo es su acceso al Misterio, a lo divino, que potencia su capacidad artística. Y, sin embargo, en la misma medida, el artista no se pone a sí mismo en el centro, cumple su misión, por así decir social, más sencillamente, con menos pretensiones; porque es más evidente la referencia al Misterio del que habla y al que ahora ya todos pueden acceder.
Ello no quita nada a la grandeza del artista, del músico, que con su obra, con la maestría posible y en realizaciones más o menos plenas, está llamado –es ahora claramente vocación divina– a conducir a muchos a la participación, a la percepción de lo divino. Pero el artista no sustituye el Misterio con su propia experiencia subjetiva, como si sólo se tratase de reenviar a sí mismo, lo que sería propio de quien no tiene ni cree que exista posibilidad real de expresar en formas sencillas –musicales– el misterio infinito.
En la fe cristiana encuentra confirmación definitiva la experiencia artística, pues el artista, con sus capacidades propias, es interpelado más directamente por la plenitud presente de la realidad. Y se evita caer en el peligro del individualismo, de un subjetivismo que no cree ya en la comunicación con el pueblo al que se dirige, que no propone el acceso al Misterio común a todos, sino que se encierra en la propia vivencia del artista, no universalizable por sí misma.
El mayor conocimiento en la fe de lo divino, gracias a la Encarnación, potenciará a la vez la creatividad del artista y la obra artística, su universalidad, su apertura y capacidad comunicativa. Esto decía expresamente también el texto de Juan: el testigo –el artista– anuncia más y más conscientemente su percepción del Misterio, su obra da un testimonio más personal y es al mismo tiempo anuncio, oferta de comunión con Dios como posibilidad nueva dentro del mundo.
3. Arte y música en la liturgia
Una mayor relación con el fundamento alrededor del cual rotan las artes hará posible una mayor autenticidad de los artistas y, al mismo tiempo, una mayor “objetividad”, entendida como referencia al objeto expresado.
La presencia de lo divino hace resonar más hondamente al sujeto, despierta su percepción y su creatividad, motiva mayormente su tarea, en el deseo de expresar lo que contempla mejor y ama más, al haberse revelado.
En la celebración litúrgica confluyen las varias capacidades expresivas de las artes humanas. De hecho, podría hablarse incluso de una cierta connaturalidad entre las artes y la liturgia; pues en ésta lo esencial de la obra artística –dar espacio en lo sensible y lo finito al Misterio infinito– converge con la experiencia de todos los que participan en la celebración, cuyas formas expresivas, palabras y gestos, signos y símbolos, están destinados a ser para cada uno lugar de encuentro y de comunión con el Misterio.
La música, en particular, tiene aquí un espacio propio, por su específica naturaleza que la hace el arte quizá más inmediato, el que se acerca y se adentra con mayor facilidad en la persona. Sus aportaciones, por ello, se perciben como singularmente enriquecedoras, como una contribución muy directa a una celebración en la que cada uno es invitado a hacer propio el misterio presente.
Todas las expresiones artísticas específicas, que entren a formar parte de la celebración litúrgica, serán verdaderas si permanecen instrumento de este “sentido pleno”, de esta materia prima de todo arte que es lo divino, y que aquí tiene una presencia y una manifestación precisa, adoptada por Él mismo. Por eso, el acontecimiento que se celebra determina las formas artísticas presentes, por ejemplo musicales, que pueden y han de estar llenas de sentido, han de expresar lo divino presente, la participación y la relación con Él.
Si la música pretendiese ser fin en sí misma, como expresión de la subjetividad del autor, podría alcanzar una cierta plenitud artística, pero no tendría su lugar en la liturgia. Si la música quisiese expresar lo divino, lo infinito percibido en la experiencia del mundo, pero no reconocido aún en su revelación en Cristo, podría jugar un papel introductivo, pero no sería constitutiva de la celebración litúrgica y no contribuiría a ella adecuadamente. Sería como si alguien quisiera intervenir en una conversación, cuyo objeto no conoce adecuadamente.
La música será parte de la liturgia, parte necesaria –en el sentido de que sin ella aspectos relevantes del misterio no encuentran la expresión que los hace inmediatos al hombre–, cuando exprese lo infinito, lo divino que se celebra, según su forma propia de manifestación en la historia; así como la respuesta, los anhelos y el gozo de quien está en comunión con este Dios, con el Padre y su Hijo Jesucristo.
La naturaleza del sacramento, sus signos y su gracia, están dados de antemano, instituidos por Cristo con sus obras y palabras, más aún, con la expresividad y la entrega de toda su humanidad, que culminó en la Pascua. Él ha abierto así el camino de nuestra relación con el Padre. Y en la liturgia se celebra esta realidad sacramental, la acogida de este don inmenso, del amor del Señor, de la comunión que nos ofrece. Celebramos una historia que Él ha realizado y en la que participamos en la conmoción del corazón, en la memoria agradecida, en el gozo de la unidad.
Vinculada a este núcleo, la música será arte imprescindible, que sabrá hablar del Misterio y permitirá adentrarse en Él a la persona con una inmediatez propia, con una expresividad que no puede ofrecer la palabra, el discurso racional –como tampoco la palabra o la acción simbólica pueden ser sustituidas por la música. Gracias a la música resonará en la liturgia más profundamente la llamada confiada y casi tierna del necesitado que pide misericordia (¡ten piedad, Señor!), la proclamación gozosa de la gloria y de la santidad –en la que las solas palabras, de nuevo, dicen sólo algo de la grandeza divina–, la conmoción, el asombro, el agradecimiento o la plegaria íntima en la Comunión, la voz de todo un pueblo que alaba a su Dios, que proclama su grandeza en los ángeles y en los santos.
Así pues, la ley fundamental de la música en la liturgia será no alejarse nunca de su naturaleza más verdadera: el anhelo por expresar lo divino, lo infinito, en las formas finitas de nuestra sensibilidad, que, sin embargo, permiten que el corazón intuya, se adentre en lo divino. Más aún, la liturgia es un ámbito donde la música está llamada a una realización plena de su vocación; porque en ningún lugar se encuentra el artista más en presencia del infinito, de Aquel que es el sentido pleno de la realidad y de la vida, fuente de deseos y anhelos, y, conocido, de amor y de alegría.
Puede suceder, por el contrario, que la música litúrgica languidezca. Esta debilidad podría ser en algún caso expresión de incapacidad artística. Pero cuando se hace general, manifiesta alejamiento del centro vital, del fundamento de su arte y, por tanto, en este caso, falta de percepción del misterio que se celebra en la liturgia, que no se reconoce o celebra adecuadamente en la fe.
Por otra parte, creer que la liturgia alcanza mayor pureza, más altura o dignidad cultural, despojada de los ornamentos de las artes, por ser inteligencia desnuda de las verdades universales, muestra, en un racionalismo nunca del todo superado, poca comprensión de lo humano, del significado de la experiencia artística, y, al mismo tiempo, una reducción del Misterio, que se ha hecho carne, a nuestras categorías subjetivas, en las que la experiencia de la fe se hace como tal insignificante, irrelevante, como las mismas celebraciones corren entonces el riesgo de llegar a ser.
En todo ello se pone de manifiesto también la connaturalidad de las artes, y especialmente de la música, con la liturgia cristiana.
En nuestra época, una vez más, es extremadamente necesario que las celebraciones litúrgicas sean expresión verdadera del misterio que se celebra, y hagan perceptible también al hombre de hoy la plenitud de sentido que se ofrece bajo formas sensibles y finitas. Para ello, junto con la palabra y el sacramento y a su servicio, todas las dimensiones de la expresividad humana son necesarias; es decir, todas las artes –y en lugar privilegiado la música–, en las que se dice según la especificidad de cada una la verdad de esta presencia, de este Amor divino que nos sobrepasa, pero que se ha hecho compañero de camino.
Una música capaz de servir con autenticidad a la liturgia hará un bien inmenso al hombre de nuestro tiempo y a todo creyente. Será arte verdadero, acogido con agradecimiento, que dará fruto permanente en todo un pueblo, en su vida más íntima y personal, en su fe y en su cultura.
Lejos de ser instrumentalizada, la música podrá ser ella misma, del mejor modo, en la liturgia, creciendo en significado y cumpliendo su función social más propia. Y, enriquecida con la música, que manifiesta y conduce al misterio, también la liturgia será mejor ella misma, la participación de los fieles será facilitada, así como más expresiva la propuesta del misterio cristiano al hombre de hoy.
+ Alfonso Carrasco Rouco
Obispo de Lugo