Terminando ya el periodo de desconfinamiento, disminuyendo, gracias a Dios, la emergencia sanitaria, parece conveniente dedicar un momento a la reflexión, volver la mirada a lo vivido, a las respuestas que hemos dado en este tiempo único; lo que será bueno, sin duda, a la hora de pensar en el futuro, que todos vaticinan diverso de lo que hasta ahora era “normal”.
¿Cómo hemos vivido esta crisis imprevista, para la que no nos habíamos preparado? ¿cuál ha sido nuestra actuación como Iglesia?
No pretendemos, por supuesto, dar una respuesta global ni completa a tales preguntas. Haría falta para ello escuchar lo que se diría por parte de todas las Iglesias particulares hermanas en España; mientras que aquí hablamos sólo a partir de la pequeña experiencia de Lugo. Y, aún en este límite, no se intenta tampoco ser exhaustivo, sino sólo decir como una primera palabra de un diálogo necesario, dar un paso inicial en la reflexión que pide la vivencia de esta crisis, cuyas enseñanzas debemos escuchar.
1.VIVIR LA PROPIA IDENTIDAD
El gesto primero que hemos hecho como Iglesia ha sido evidentemente una apelación sistemática, desde los primeros momentos, a cuidar de la vida de los demás respetando las regulaciones públicas. Las diócesis, los presbiterios, las parroquias se han guiado por esta preocupación primera. Sin embargo, con el paso del tiempo ha podido surgir una duda a este respecto: ¿se corresponde esto con la identidad de la Iglesia? ¿Ha sido sólo una actuación obligada, reduciéndonos a un argumento ético y no teológico? ¿Ha significado una presencia de la Iglesia o ha sido más bien una simple retirada, esperando a que pasase la pandemia?
A mi parecer, esta primera respuesta se correspondía efectivamente con la naturaleza de la Iglesia. Porque es propio de la fe cristiana conducir a la percepción nítida y a la defensa de los bienes fundamentales de la persona. Así pues, con su apelación al cuidado de la vida que estaba en peligro, la Iglesia estaba siendo fiel a la dinámica propia de su fe, a su afirmación fundamental de apreciar y poder salvar todo lo verdaderamente humano.
En efecto, la fe nos hace conscientes y responsables ante los grandes valores éticos; pero no por ello se reduce a la mera razón, ni se niega a sí misma. Muestra su verdad cuando enseña cómo estar en el mundo de modo adecuado, cuando potencia la razón, es eficaz a la hora de dar forma buena a la vida, nos ayuda a vivir unidos como hermanos. No es de extrañar, por tanto, que para la fe sea natural el diálogo y la colaboración con todos, también con otros planteamientos religiosos o ideológicos. Pero no se relativiza por eso la esperanza de la salvación, rasgo primero de la identidad eclesial, sino que se pone de manifiesto según el gran programa de S. Juan Pablo II: el hombre es el camino de la Iglesia.
Podemos concluir, por tanto, que esta apelación inicial no significó simplemente comportarse como un organismo estatal o reducirse a afirmar valores éticos generales; sino que fue un gesto pastoral, consecuencia de intentar vivir las exigencias de la caridad en estas circunstancias excepcionales.
Sin embargo, es cierto que esta actitud primera también podría malinterpretarse como una retirada, como si nos hubiéramos limitado a “quedarnos en casa”, en una especie de “pausa” eclesial. En particular, porque ha podido suceder así en ocasiones, y a veces inevitablemente, como en el caso de los grupos de riesgo, cuyos miembros fueron invitados razonable e insistentemente a extremar la prudencia.
De haber caído en esta tentación, la Iglesia se habría quedado en el horizonte de acción del Estado, poniendo entre paréntesis lo eclesial. Pero la Iglesia no limitó su actuación a esta primera apelación, no redujo su presencia sólo a esto. Al contrario, a lo largo de este tiempo permaneció activa, intentando llevar a cabo su misión propia en esta peculiar situación.
Su actuación se encaminó en primer lugar al bien de las personas, a mantener vivas aquellas dimensiones de lo humano, que pareciesen más necesitadas de la claridad y del sostén de la fe en las circunstancias actuales. Es decir, la respuesta de la Iglesia ha estado determinada por su percepción de las exigencias más inmediatas de la caridad verdadera.
La urgencia primaria era sin duda mantener viva la relación de la persona con Dios, buscando las formas de la cercanía en la oración, de guardar ante los ojos y en el corazón la verdad de su Amor expresado en la Eucaristía, de acceder a la gracia de los sacramentos incluso en las situaciones más cargadas de limitaciones, de conservar la conciencia de la pertenencia a la comunidad eclesial concreta, al Señor. De modo semejante, era necesario el cuidado de una fraternidad vivida, la experiencia de unidad y de cercanía que sostuviese a cada uno en la soledad y en la enfermedad; pero igualmente en los difíciles desafíos de las propias tareas profesionales, donde era exigida muchas veces no sólo honestidad y fiabilidad, sino generosidad y entrega grande, verdadero sacrificio, hasta la puesta en riesgo de la propia vida. Todo ello es caridad, nacida de la fe en Dios, que no puede darse por descontada, porque está, por definición, enraizada en la libertad y necesita vigilancia, fortaleza y perseverancia.
Para la Iglesia, acompañar a los suyos –y a todos– en la experiencia de estos días ha constituido la prioridad principal. Porque la Iglesia es “pueblo de Dios”, y resulta evidente que ante los desafíos de la pandemia no podía negar esta identidad primera: queríamos antes de nada vivir unidos este tiempo. No somos Iglesia, pueblo de Dios, fraternidad, sólo en algunos momentos o fiestas, sino también en el trabajo de cada día y, con toda certeza, en las dificultades, ante el sufrimiento y la muerte. La primera preocupación había de ser la caridad fraterna, pedir la gracia de ser liberados de la pandemia, de saber acompañar y no abandonar a nadie.
De esta manera se ha expresado lo más íntimo de la naturaleza y de la misión de la Iglesia. Y en estos ámbitos se desarrolló también la predicación cotidiana –a menudo de forma telemática–, el acompañamiento de la vida de los fieles con la Palabra de Dios, frecuentemente en conversaciones personales; o con los mensajes que acompañaron la vida de la Iglesia diocesana en este tiempo.
Puede observarse, no obstante, que ello conllevó no considerar lo más urgente una reflexión de teología de la historia sobre el significado de la pandemia, aún percibiendo con nitidez cómo el virus imponía de hecho la necesidad de un “cambio” de vida, lo que el cristiano no puede no ver como una llamada a la “conversión”. ¿Es aceptable esta ausencia? Ciertamente no del todo, pues a la vida humana y a su libertad pertenece esencialmente la inteligencia de la realidad.
Ante dudas y cuestiones que podían surgir, incluso ante preguntas como ¿es éste un castigo de Dios?, la respuesta primera fueron los gestos de la caridad más inmediata, unidos al sostenimiento de la fe en Dios nuestro Padre en los momentos de sufrimiento, soledad u oscuridad. Sólo así podía hablarse de modo creíble del amor divino y también plantear adecuadamente la pregunta, no la del miedo al castigo, sino la de la conversión, la de una vida según la voluntad de Dios.
El testimonio de tantos miembros del pueblo de Dios fue sin duda como una respuesta a esta pregunta, también porque era una invitación a la esperanza, hacía posible percibir el bien inmenso, la novedad de vida que significa creer en el Evangelio. Es importante tomar conciencia de ello y no limitarse a consideraciones sólo sentimentales, que se quedarían en la superficie de las cosas. Este protagonismo de los fieles cristianos en la respuesta a la crisis, cumpliendo con hechos y palabras su misión en medio del mundo, tiene una clara dimensión profética, habla elocuentemente de criterios morales y de formas de vida diversas, no construidas sobre el egoísmo y el utilitarismo.
No minusvaloremos nosotros mismos la experiencia de este tiempo, para que esta apelación, vivida y sufrida por tantos, no quede sin ser oída entre las muchas voces y portavoces que pueblan nuestro mundo mediático. Guardemos viva la memoria de lo que hemos reconocido como bueno y verdaderamente humano. Si no olvidamos, por ejemplo los esfuerzos extenuantes de los sanitarios por la vida de los pacientes, el drama de no conseguir a veces atender a todos, veremos fácilmente lo contradictorio de no privilegiar una ley de cuidados paliativos antes que una ley de la eutanasia, que favorece la muerte.
El tiempo del confinamiento nos llevó a todos a darnos cuenta de que es posible vivir de otra manera, nos invitó a una reflexión personal sobre la conversión, de uno mismo pero también de nuestra sociedad. La experiencia vivida puso en discusión nuestra manera habitual de estar en el mundo, toda una mentalidad en la que estamos inmersos y que se encontró sacudida en su presunta evidencia y seguridad, en el orgullo del propio poder y –nosotros sabemos– en su indiferencia ante Dios.
¡Qué rápidamente cambiaron los ritmos de nuestras existencias, las costumbres, las rutinas más elementales en que se apoyaba nuestro día a día! En un instante desaparecieron cosas que considerábamos importantes, las que determinaban nuestro tiempo de ocio –desde el contacto con la naturaleza al deporte, la relación con los amigos y las fiestas, etc.–, pero también las obligaciones elementales de nuestra vida laboral y social.
Pudimos descubrir, no obstante, que nuestra vida continuaba, incluso con menos trauma del esperado. Se hacía fácil poner en cuestión muchas presuntas evidencias. Quebraba ciertamente la ilusión del control sobre la realidad y la propia vida; la creencia en el poder de nuestra sociedad, capaz de responder a cualquier peligro que el mundo pudiese plantear; la convicción de la autosuficiencia de la ciencia y de la técnica. Nos descubrimos todos frágiles, como experimentan cada día tantas otras gentes y pueblos de nuestra tierra. Descubrimos nuestra propia naturaleza, de carne y hueso, amenazada por un virus inesperado e incontrolable. Supimos que podíamos enfermar y morir pronto. Creció así el miedo; pero también la certeza de que no podemos ser sólo una conjunción de fuerzas naturales ciegas. Y pudimos descubrir también nuestra dignidad en el testimonio de tantos que actuaban con otros criterios en la vida; pero igualmente en el rostro de los seres queridos, cuyo bien no podemos evitar desear de todo corazón.
Entendimos mejor que cada uno merece cuidados. Supimos que no es posible la indiferencia entre el bien y el mal, la vida y la muerte. Y pudimos abrirnos de nuevo a Dios, y muchas veces volver a rezar, no aceptando así reducirnos a la soledad radical, a la insignificancia en medio del mundo, a la falta de esperanza propia del materialismo, que no respondía para nada a las exigencias de nuestra experiencia inmediata.
Volviendo a la normalidad, ¿volveremos nosotros iguales a antes de la pandemia? ¿no tendremos otra conciencia, otra capacidad de análisis, no plantearemos otras exigencias a nuestras instituciones y autoridades públicas, llamadas a cuidar de la vida y el bien común?
La seriedad de lo vivido puso en cuestión toda posible ligereza nuestra –o despreocupación– para con la propia existencia, para con las urgencias de la propia persona, los bienes y los afectos fundamentales, y también –por desgracia– para con las necesidades y sufrimientos de otras personas y de pueblos enteros.
Hemos podido apreciar en toda su densidad y en su bondad los factores que verdaderamente constituyen nuestra vida. En primer lugar, el significado de nuestras familias, de tener una casa y un hogar, la compañía de nuestros seres queridos y la responsabilidad ante ellos; contra tanta mentalidad, tantas regulaciones sociales e incluso leyes que nos acostumbran a pensar más bien en su disolución. Igualmente el significado del trabajo, evidente en quienes lo hacían por nosotros y percibido en todo su sentido para la propia existencia al faltar de repente; ¿cómo despreciarlo en adelante, rechazarlo, manipularlo? ¿cómo preferir la distracción, quedarse en el puro consumo, buscar la comodidad de no hacer nada? ¿cómo no valorar grandemente la justicia en el trabajo? Y del mismo modo podrían elencarse otras dimensiones de la existencia, por ejemplo las que posibilitan la vida común, los medios de comunicación o los servicios y autoridades públicas; ¿no percibimos mejor cuánto depende el bien de cada uno y de todos de su veracidad, de que no resulte engañosa su tarea? Pero igualmente la Iglesia, donde nos relacionamos con Dios y aprendemos a vivir como hermanos; ¿cómo no distinguir entre la fe, la esperanza y la caridad, y el escepticismo o el egoísmo?
Hemos vivido igualmente la alegría profunda que significa la fraternidad, la entrega y el sacrificio, el amor al prójimo. Hemos experimentado la compasión en el sufrimiento y la enfermedad, ante la soledad o el abandono incluso en los últimos momentos de la vida. Hemos gozado del bien del compartir; sabemos con certeza que no podemos existir los unos sin los otros, aunque el misterio de cada vida sea singular. Tras lo vivido y al volver a la normalidad, ¿no deberíamos temer el riesgo de volver al nihilismo, al materialismo utilitarista, y rechazarlo casi instintivamente, como enemigo de nuestro bien?
La pandemia nos devuelve así de muchas maneras a nuestra responsabilidad personal, al desafío de un uso pleno de la razón y la libertad, a la escucha verdadera de nuestra experiencia y de la palabra del otro, a la seriedad ante la propia vida y la del prójimo.
En todo caso, y aunque sean muchos los temas abiertos y diversos los modos de afrontrarlos, no podemos dispensarnos de la reflexión sobre la experiencia que hicimos, sobre lo que ha revelado de nuestra manera de vivir y de cumplir nuestras responsabilidades, sobre las urgencias y las prioridades que deben guiarnos en adelante. Es importante para cada uno, y también para todos, para que sea posible un diálogo y una compañía real en el camino, de cuya importancia hoy no tenemos la menor duda. Dios quiera sostenernos a todos en esta tarea.
2. EN RELACIÓN CON EL ESTADO
Algunas preguntas han podido surgir en particular sobre la relación con el Estado, debido a algunos gestos o decisiones suyas que podían parecer no reconocer la importancia para la persona de la fe cristiana, de la participación en la vida de la Iglesia. Hasta ahora la limitación de la libertad de acción de la Iglesia no ha constituido entre nosotros un problema grave; pero la cuestión se ha planteado a veces, junto con la defensa de otras libertades sociales.
En principio, la actuación de la Iglesia en este tiempo ha respetado en todos los países la competencia propia del Estado, que puede resumirse en este caso en el cuidado del “orden público” necesario para luchar contra la expansión del virus.
Eso no ha significado, sin embargo, que se haya comprendido a sí misma como una “asociación” o como una institución asistencial entre las diversas que existen en el Estado, como ha podido criticarse algunas veces.
Aunque la caridad –Caritas– sea expresión de su ser íntimo, la presencia de la Iglesia en la sociedad y su actuación durante la pandemia no se reducen a las múltiples formas de su servicio a los necesitados. Es ante todo un “Pueblo”, que camina y vive unido los desafíos del momento, movido por las certezas de la fe y el amor de Dios. Es posible que esta conciencia eclesial hubiera debido ser más explícita y expresarse más públicamente; pero quizá no pareció imprescindible en un primer momento, ni la tarea más necesaria.
Sin embargo, es cierto que las regulaciones de orden público adoptadas por las autoridades gubernativas por motivos sanitarios afectan también a las formas concretas de la vida y a las celebraciones de la Iglesia. En algún momento han dado pie a dudas: ¿se respeta la importancia que tiene para los fieles la participación en las celebraciones eclesiales? ¿no se corre el riesgo de considerar atendida esta dimensión de la vida sin tener en cuenta su naturaleza comunitaria, diciendo, por ejemplo, que cada uno puede rezar en su casa?
A la hora de ponderar estas regulaciones, es necesario ser conscientes de que se trata siempre de decisiones prudenciales, determinadas en principio por la urgencia de evitar el contagio del virus; así como de la importancia para el bien común de mantener el respeto debido al orden público.
Pero, en todo caso, puede ser útil recordar que sería un error grave en la concepción del Estado no reconocer plenamente el espacio de la libertad religiosa y de conciencia. De hecho, excedería de las justas competencias de las autoridades políticas relativizar el significado esencial de la vida religiosa para las personas –como otros derechos fundamentales–, o reducirlo a fenómeno individual, no reconociendo su dimensión comunitaria y pública. Recordar estos rasgos fundamentales de la vida de una sociedad democrática no está de más.
De hecho, la experiencia europea del último siglo, que ha conducido a las actuales libertades democráticas, ha mostrado la transcendencia de que el Estado no pretenda convertirse en la guía moral de la sociedad, no intente imponerle la ideología propia de quien dispone del poder público; sino que, al contrario, defienda la libertad religiosa y de conciencia, para no caer en el totalitarismo. Por otra parte, la historia ya larga de la Iglesia católica en nuestras naciones ha hecho plenamente consciente al Estado de que existe un ámbito de fe y de vida –individual y social– que no está sometido a sus dictámenes ni se reduce a sus fronteras, que es esencial para la persona y que debe respetar. La presencia de la Iglesia, y precisamente también en su dimensión institucional, ha sido así, de hecho, un baluarte de la libertad.
Desde la perspectiva eclesial, reconociendo como objetivo común el bien de la persona, lo adecuado es siempre un colaboración leal con el Estado, lo que implicará ciertamente saber cuál es el lugar y la competencia de cada uno, y estar abierto a un diálogo franco y respetuoso.
La Iglesia lo ha hecho sin duda en este tiempo de pandemia, colaborando sistemáticamente y reconociendo las competencias gubernativas en todo lo que, en estas circunstancias, implicaba el “orden público”, entendido en sentido lato.
En algunos casos, sin embargo, se ha dado un rechazo a determinadas regulaciones, que no parecían aplicarse con justicia a la vida de la Iglesia. De hecho, algunos fieles –como ha sucedido, por ejemplo, en Francia, pero también en España– han presentado recurso ante los tribunales para defender sus derechos como miembros de la Iglesia. Hay quien ha pretendido explicar la actuación del Estado en estos casos como consecuencia de la pérdida de relevancia social del cristianismo, debida a una secularización creciente; pero, aún pudiendo ser en parte cierto, se pone de manifiesto así también la facilidad con que autoridades gubernativas entienden estos hechos desde una perspectiva “laicista”. Porque la defensa de la libertad religiosa y de conciencia pertenece a la naturaleza misma de la sociedad democrática, más allá del número de personas que confiesan públicamente su fe.
Acudir a los tribunales, como sucedió en estos casos, es signo de que los cristianos viven en medio de la sociedad, cuyas dinámicas buenas promueven y respetan; y con la conciencia clara de que, defendiendo la propia libertad, también si fuese necesario con los legítimos medios jurídicos, defienden la libertad de toda la sociedad, que puede estar amenazada. La posición adoptada por los obispos, que no fueron los protagonistas de este recurso, puede ser más o menos acertada; pero ciertamente no ha significado una renuncia a la identidad de la Iglesia, ni aceptar pensarla como una especie de organismo estatal.
En todo caso, la búsqueda de colaboración por parte de la Iglesia, la importancia dada a los espacios de encuentro y del diálogo para la defensa de la libertad y derechos de la persona, no deben malinterpretarse como un olvido de su naturaleza íntima; al revés, para la Iglesia compartir plenamente la vida de la sociedad es prueba de su universalidad, de la verdad de su caridad, que es paciente, espera siempre.
Ello no quita que, también en este contexto, pueda urgir igualmente una reflexión segunda sobre la interpelación que significa esta crisis sanitaria para nuestra sociedad y para nuestras libertades, que muchos están ya planteando. Como también puede revelarse necesario tomar más conciencia de cuál es y cómo se expresa nuestra presencia como Iglesia en la sociedad y en relación con el Estado.
En particular, puede ser conveniente, de nuevo, poner de manifiesto el singular espacio de libertad que representa en la vida pública y ante el Estado la realidad de la Iglesia católica, que no se define ni se gobierna desde el poder civil; sobre todo si éste tendiese a interpretaciones de su poder, de sus competencias –por ejemplo de orden público–, que dejasen de respetar derechos y libertades.
Una reflexión semejante, hecha en referencia a la experiencia concreta vivida en este tiempo, propuesta en el momento oportuno, puede ser en todo caso un bien para la sociedad como tal y para el adecuado funcionamiento de nuestro Estado. Aunque, de hecho, no haya parecido una urgencia primera en este tiempo de sufrimiento, provocado por el virus covid-19.
3. ENTENDER NUESTRAS PRIORIDADES
El conjunto de la experiencia vivida en el confinamiento pide también de nosotros como Iglesia una reflexión más sistemática sobre la necesidad de conversión, referida no sólo a cada uno –a las propias debilidades y miedos, a la falta de presencia o de iniciativa–, sino también a nuestras estructuras y formas de actuación en la sociedad, como Diócesis y parroquias llamadas a una “conversión pastoral”.
De la experiencia vivida no debemos olvidar la alegría y el agradecimiento experimentados ante el testimonio adulto de tantos fieles cristianos; ni tampoco la vivencia de fraternidad y de comunión profunda que hemos hecho como Iglesia en estos días. Ambas cosas pueden ayudarnos a entender mejor las prioridades de nuestra acción pastoral en adelante: la pertenencia vivida a la comunidad eclesial cercana y concreta, el amor fraterno expresado en las relaciones cotidianas, la unidad en la fe alimentada en la oración y las celebraciones litúrgicas, el poder ser y vivir como cristianos adultos en medio de la sociedad, en las propias responsabilidades familiares, laborales y sociales. ¿Qué mayor prioridad que la edificación de este Pueblo de Dios, de su presencia entre nuestras casas, de este tesoro de humanidad hecho posible por la Palabra y los sacramentos, por la gracia de nuestro Señor?
Al final, este ha sido nuestro recurso y nuestra fuerza más grande, con la que fue posible vivir este tiempo de pandemia confiados en que “todo sirve para el bien de los que aman a Dios”; y afrontar con esperanza no sólo el sufrimiento, sino incluso el misterio de la muerte, tan presente repentinamente ante los ojos de cada uno y de todos, y ante la cual sin fe descubríamos que no hay respuesta alguna.
Ahora es tiempo de ayudarnos unos a otros a recordar lo más valioso que hemos vivido, a seguir reconociendo que somos miembros de este Pueblo de Dios y a vivir como tales, con conciencia despierta, constantes en la esperanza y en el amor fraterno, unidos en la comunión del único pan eucarístico. Tras estos días, sabemos bien que cada uno de nosotros importa, que cada gesto cuenta.
Demos gracias a Dios nuestro Padre, porque la certeza de su amor da pleno sentido a cada día que vivimos, en toda circunstancia. Porque nuestra esperanza está en su Hijo, que nos ha amado y se ha entregado por nosotros; de modo que nuestro destino no lo decide ya la fragilidad de nuestra carne, mortal, como el virus nos ha recordado. Porque el Amor misericordioso, con el que el Señor Jesús nos enriquece, nos salva de la infidelidad y del egoísmo de nuestro corazón, y produce el milagro de nuestra constancia en la entrega, de que nuestra vida sea fecunda en obras buenas.
En toda circunstancia, y también ahora, demos gracias al Señor, que ha vencido al mundo y nos ha dado, tras todas las tristezas, una alegría que nadie nos podrá quitar.
+Alfonso Obispo de Lugo